Reflexiones de Monseñor BERGOGLIO


Una reflexión a partir del Martín Fierro


En el mensaje que dirigió a las comunidades educativas de la ciudad de Buenos Aires en torno a la Pascua de 2002, el cardenal Jorge Bergoglio efectuó una serie de reflexiones sobre la Argentina a partir del poema “Martín Fierro”, que los autores decidieron incluir, a continuación, por considerar que el texto refleja, con singular agudeza e ingenio, la visión del purpurado sobre el quehacer nacional.

Martín Fierro, poema “nacional”

1. La “identidad nacional” en un mundo globalizado

Es curioso. Solamente viendo el título del libro, antes incluso de abrirlo, ya encuentro sugerentes motivos de reflexión acerca de los núcleos de nuestra identidad como Nación. El gaucho Martín Fierro (así se llamó el primer libro publicado, después conocido como “la Ida”), ¿qué tiene que ver el gaucho con nosotros? Si viviéramos en el campo, trabajando con los animales, o al menos en pueblos rurales, con un mayor contacto con la tierra sería más fácil comprender... En nuestras grandes ciudades, claramente, en Buenos Aires, mucha gente recordará el caballo de la calesita o los corrales de Mataderos como lo más cercano a la experiencia ecuestre que haya pasado por su vida. Y, ¿hace falta hacer notar que más del 86 % de los argentinos viven en grandes ciudades? Para la mayoría de nuestros jóvenes y niños, el mundo del Martín Fierro es mucho más ajeno que los escenarios místico-futuristas de los comics japoneses.

Esto está muy relacionado, por supuesto, con el fenómeno de la globalización. Desde Bangkok hasta San Pablo, desde Buenos Aires hasta Los Angeles o Sydney, muchísimos jóvenes escuchan a los mismos músicos, los niños ven los mismos dibujos animados, las familias se visten, comen y se divierten en las mismas cadenas. La producción y el comercio circulan a través de las, cada vez, más permeables fronteras nacionales. Conceptos, religiones y formas de vida se nos hacen más próximos a través de los medios de comunicación y el turismo.

Sin embargo, esta globalización es una realidad ambigua. Muchos factores parecen llevarnos a suprimir las barreras culturales que impedían el reconocimiento de la común dignidad de los seres humanos, aceptando la diversidad de condiciones, razas, sexo o cultura. Jamás la humanidad tuvo, como ahora, la posibilidad de constituir una comunidad mundial plurifacética y solidaria. Pero, por otro lado, la indiferencia reinante ante los desequilibrios sociales crecientes, la imposición unilateral de valores y costumbres por parte de algunas culturas, la crisis ecológica y la exclusión de millones de seres humanos de los beneficios del desarrollo, cuestionan seriamente esta mundialización. La constitución de una familia humana solidaria y fraterna, en este contexto, sigue siendo una utopía.

Un verdadero crecimiento en la conciencia de la humanidad no puede fundarse en otra cosa que en la práctica del diálogo y el amor. Diálogo y amor se suponen en el reconocimiento del otro como otro, la aceptación de la diversidad. Sólo así puede fundarse el valor de la comunidad: no pretendiendo que el otro se subordine a mis criterios y prioridades, no “absorbiendo” al otro, sino reconociendo como valioso lo que el otro es, y celebrando esa diversidad que nos enriquece a todos. Lo contrario es mero narcisismo, imperialismo, pura necedad.

Esto también debe leerse en la dirección inversa: ¿cómo puedo dialogar, cómo puedo amar, cómo puedo construir algo común si dejo diluirse, perderse, desaparecer lo que hubiera sido mi aporte? La globalización como imposición unidireccional y uniformante de valores, prácticas y mercancías va de la mano de la integración entendida como imitación y subordinación cultural, intelectual y espiritual. Entonces, ni profetas del aislamiento, ermitaños localistas en un mundo global, ni descerebrados y miméticos pasajeros del furgón de cola, admirando los fuegos artificiales del Mundo (de los otros) con la boca abierta y aplausos programados. Los pueblos, al integrarse al diálogo global, aportan los valores de su cultura y han de defenderlos de toda absorción desmedida o “síntesis de laboratorio” que los diluya en “lo común”, “lo global”. Y —al aportar esos valores— reciben de otros pueblos, con el mismo respeto y dignidad, las culturas que le son propias.

Tampoco cabe aquí un desaguisado eclecticismo porque, en este caso, los valores de un pueblo se desarraigan de la fértil tierra que les dio y les mantiene el ser para entreverarse en una suerte de mercado de curiosidades donde “todo es igual, dale que va... que allá en el horno nos vamo a encontrar”.

2. La Nación como continuidad de una historia común

Sólo podemos abrir, con provecho, nuestro “poema nacional” si caemos en la cuenta de que lo que allí se narra tiene que ver, directamente con nosotros, aquí y ahora, y no porque seamos gauchos o usemos poncho, sino porque el drama que nos narra Hernández se ubica en la historia real, cuyo devenir nos trajo hasta aquí. Los hombres y mujeres reflejados en el tiempo del relato vivieron en esta tierra, y sus decisiones, producciones e ideales amasaron la realidad de la cual hoy somos parte, la que hoy nos afecta directamente. Justamente, esa “productividad”, esos “efectos”, esa capacidad de ser ubicado en la dinámica real de la historia, es lo que hace del Martín Fierro un “poema nacional”. No la guitarra, el malón y la payada.

Y aquí se hace necesaria una apelación a la conciencia. Los argentinos tenemos una peligrosa tendencia a pensar que todo empieza hoy, a olvidarnos de que nada nace de un zapallo, ni cae del cielo como un meteorito. Esto ya es un problema: si no aprendemos a reconocer y asumir los errores y aciertos del pasado, que dieron origen a los bienes y males del presente, estaremos condenados a la eterna repetición de lo mismo, que —en realidad— no es nada eterna, pues la soga se puede estirar sólo hasta cierto límite... Pero hay más: si cortamos la relación con el pasado, lo mismo haremos con el futuro. Ya podemos empezar a mirar a nuestro alrededor... y a nuestro interior.

¿No hubo una negación del futuro, una absoluta falta de responsabilidad por las generaciones siguientes, en la ligereza con que se trataron las instituciones, los bienes y hasta las personas de nuestro país?

Lo cierto es esto: Somos personas históricas. Vivimos en el tiempo y el espacio. Cada generación necesita de las anteriores y se debe a las que la siguen. Y eso, en gran medida, es ser una Nación: entenderse como continuadores de la tarea de otros hombres y mujeres que ya dieron lo suyo, y como constructores de un ámbito común, de una casa, para los que vendrán después.

Ciudadanos “globales”, la lectura del Martín Fierro nos puede ayudar a “aterrizar” y acotar esa “globalidad”, reconociendo los avatares de la gente que construyó nuestra nacionalidad, haciendo propios o nuestro el andar como pueblo.

3. Ser un pueblo supone, ante todo, una actitud ética, que brota de la libertad

Ante la crisis vuelve a ser necesario respondernos a la pregunta de fondo: ¿en qué se fundamenta lo que llamamos “vínculo social”? Eso que decimos que está en serio riesgo de perderse, ¿qué es, en definitiva? ¿Qué es lo que me “vincula”, me “liga”, a otras personas en un lugar determinado, hasta el punto de compartir un mismo destino?

Permítanme adelantar la respuesta: se trata de una cuestión ética. El fundamento de la relación entre la moral y lo social se halla, justamente, en ese espacio (tan esquivo, por otra parte) en que el hombre es hombre en la sociedad, animal político, como dirían Aristóteles y toda la tradición republicana clásica. Es esta naturaleza social del hombre la que fundamenta la posibilidad de un contrato entre los individuos libres, como propone la tradición democrática liberal (tradiciones tantas veces opuestas, como lo demuestran multitud de enfrentamientos en nuestra historia). Entonces, plantear la crisis como un problema moral supondrá la necesidad de volver a referirse a los valores humanos, universales, que Dios ha sembrado en el corazón del hombre, y que van madurando con el crecimiento personal y comunitario. Cuando los obispos repetimos, una y otra vez, que la crisis es fundamentalmente moral, no se trata de esgrimir un moralismo barato, una reducción de lo político, lo social y lo económico a una cuestión individual de la conciencia. Eso sería “moralina”.

No estamos “llevando agua para el propio molino” (dado que la conciencia y lo moral es uno de los campos donde la Iglesia tiene competencia más propiamente), sino intentando apuntar a las valoraciones colectivas que se han expresado en actitudes, acciones y procesos de tipo histórico-político y social.

Las acciones libres de los seres humanos, además de su peso en lo que hace a la responsabilidad individual, tienen consecuencias de largo alcance: generan estructuras que permanecen en el tiempo, difunden un clima en el cual determinados valores pueden ocupar un lugar central en la vida pública o quedar marginados de la cultura vigente. Y esto también cae dentro del ámbito moral. Por eso, debemos reencontrar el modo particular que nos hemos dado, en nuestra historia, para convivir, formar una comunidad.

Desde este punto de vista, retomemos el poema. Como todo relato popular, Martín Fierro comienza con una descripción del “paraíso original”.

Pinta una realidad idílica, en la cual el gaucho vive con el ritmo calmo de la naturaleza, rodeado de sus afectos, trabajando con alegría y habilidad, divirtiéndose con sus compañeros, integrado en un modo de vida sencillo y humano. ¿A qué apunta este escenario?

En primer lugar, no movió al autor una especie de nostalgia por el “Edén gauchesco perdido”. El recurso literario de pintar una situación ideal al comienzo no es más que una presentación inicial del mismo ideal. El valor a plasmar no está atrás, en el “origen”, sino adelante, en el proyecto. En el origen está la dignidad de hijo de Dios, la vocación, el llamado a plasmar un proyecto.

Se trata de “poner el final al principio” (idea, por otro lado, profundamente bíblica y cristiana). La dirección que otorguemos a nuestra convivencia tendrá que ver con el tipo de sociedad que queramos formar: es el telostipo. Ahí está la clave del talante de un pueblo. Ello no significa ignorar los elementos biológicos, psicológicos y psicosociales que influyen en el campo de nuestras decisiones. No podemos evitar cargar (en el sentido negativo de límites, condicionamientos, lastres, pero también en el positivo de llevar con nosotros, incorporar, sumar, integrar) con la herencia recibida, las conductas, preferencias y valores que se han ido constituyendo a lo largo del tiempo. Pero una perspectiva cristiana (y éste es uno de los aportes del cristianismo a la humanidad en su conjunto) sabe valorar tanto “lo dado”, lo que ya está en el hombre y no puede ser de otra forma, como lo que brota de su libertad, de su apertura a lo nuevo; en definitiva, de su espíritu como dimensión trascendente, de acuerdo siempre con la virtualidad de “lo dado”.

Ahora bien: los condicionamientos de la sociedad y la forma que adquirieron, así como los hallazgos y creaciones del espíritu en orden a la ampliación del horizonte de lo humano siempre más allá, junto a la ley natural ínsita en nuestra conciencia se ponen en juego y se realizan concretamente en el tiempo y el espacio: en una comunidad concreta, compartiendo una tierra, proponiéndose objetivos comunes, construyendo un modo propio de ser humanos, de cultivar los múltiples vínculos, juntos, a lo largo de tantas experiencias compartidas, preferencias, decisiones y acontecimientos. Así se amasa una ética común y la apertura hacia un destino de plenitud que define al hombre como ser espiritual.

Esa ética común, esa “dimensión moral”, es la que permite a la multitud desarrollarse junta, sin convertirse en enemigos unos de otros. Pensemos en una peregrinación: salir de un lugar y dirigirse al mismo destino permite a la columna mantenerse como tal, más allá del distinto ritmo o paso de cada grupo o individuo.

Sinteticemos, entonces, esta idea. ¿Qué es lo que hace que muchas personas formen un pueblo? En primer lugar, hay una ley natural y luego una herencia. En segundo lugar, hay un factor psicológico: el hombre se hace hombre (cada individuo o la especie en su evolución) en la comunicación, la relación, el amor con sus semejantes. En la palabra y el amor. Y en tercer lugar, estos factores biológicos y psicológicos-evolutivos se actualizan, se ponen realmente en juego, en las actitudes libres, en la voluntad de vincularnos con los demás de determinada manera, de construir nuestra vida con nuestros semejantes en un abanico de preferencias y prácticas compartidas (San Agustín definía al pueblo como “un conjunto de seres racionales asociados por la concorde comunidad de objetos amados”).

Lo “natural” crece en “cultural”, “ético”; el instinto gregario adquiere forma humana en la libre elección de ser un “nosotros”. Elección que, como toda acción humana, tiende luego a hacerse hábito (en el mejor sentido del término), a generar sentimiento arraigado y a producir instituciones históricas, hasta el punto que cada uno de nosotros viene a este mundo en el seno de una comunidad ya constituida (la familia, la “patria”) sin que eso niegue la libertad responsable de cada persona. Y todo ello tiene su sólido fundamento en los valores que Dios imprimió a nuestra naturaleza humana, en el hálito divino que nos anima desde dentro y que nos hace hijos de Dios. Esa ley natural que nos fue regalada e impresa para que “se consolide a través de las edades, se desarrolle con el correr de los años y crezca con el paso del tiempo”[2]. Esta ley natural, que —a lo largo de la historia y de la vida— ha de consolidarse, desarrollarse y crecer es la que nos salva del así llamado relativismo de los valores consensuados. Los valores no pueden consensuarse: simplemente, son.

En el juego acomodaticio de “consensuar valores” se corre siempre el riesgo, que es resultado anunciado, de “nivelar hacia abajo”. Entonces, ya no se construye desde lo sólido, sino que se entra en la violencia de la degradación. Alguien dijo que nuestra civilización, además de ser una civilización del descarte es una civilización “biodegradable”.

Volviendo a nuestro poema: el Martín Fierro no es la Biblia, por supuesto. Pero es un texto en el cual, por diversos motivos, los argentinos hemos podido reconocernos, un soporte para contarnos algo de nuestra historia y soñar con nuestro futuro:

Yo he conocido esta tierra en que el paisano vivía

y su ranchito tenía y sus hijos y mujer. Era una delicia ver cómo pasaba sus días.

Ésta es, entonces, la “situación inicial”, en la cual se desencadena el drama. El Martín Fierro es, ante todo, un poema incluyente. Todo se verá luego trastocado por una especie de vuelta del destino, encarnado, entre otros, en el Juez, el Alcalde, el Coronel. Sospechamos que este conflicto no es meramente literario. ¿Qué hay detrás del texto?

Martín Fierro, poema “incluyente”

1. Un país moderno, pero para todos

Antes que un “poema épico” abstracto, Martín Fierro es una obra de denuncia, con una clara intención: oponerse a la política oficial y proponer la inclusión del gaucho dentro del país que se estaba construyendo:

Es el pobre en su orfandá de la fortuna el desecho porque naides toma a pecho el defender a su raza.

Debe el gaucho tener casa, Escuela, Iglesia y derechos.

Y Martín Fierro cobró vida más allá de la intención del autor, convirtiéndose en el prototipo del perseguido por un sistema injusto y excluyente. En los versos del poema se hizo carne cierta sabiduría popular recibida del ambiente, y así en Fierro habla no sólo la conveniencia de promover una mano de obra barata, sino la dignidad misma del hombre en su tierra, haciéndose cargo de su destino a través del trabajo, el amor, la fiesta y la fraternidad.

A partir de aquí, podemos empezar a avanzar en nuestra reflexión. Nos interesa saber dónde apoyar la esperanza, desde dónde reconstruir los vínculos sociales que se han visto tan castigados en estos tiempos. El cacerolazo fue como un chispazo autodefensivo, espontáneo y popular (aunque forzar su reiteración en el tiempo le hace perder las notas de su contenido original).

Sabemos que no alcanzó con golpear las cacerolas: hoy lo que más urge es tener con qué llenarlas. Debemos recuperar organizada y creativamente el protagonismo al que nunca debimos renunciar, y por ende, tampoco podemos ahora volver a meter la cabeza en el hoyo, dejando que los dirigentes hagan y deshagan. Y no podemos por dos motivos: porque ya vimos lo que pasa cuando el poder político y económico se desliga de la gente, y porque la reconstrucción no es tarea de algunos sino de todos, así como la Argentina no es sólo la clase dirigente, sino todos y cada uno de los que viven en esta porción del planeta.

¿Entonces, qué? Me resulta significativo el contexto histórico del Martín Fierro: una sociedad en formación, un proyecto que excluye a un importante sector de la población, condenándolo a la orfandad y a la desaparición, y una propuesta de inclusión. ¿No estamos hoy en una situación similar? ¿No hemos sufrido las consecuencias de un modelo de país armado en torno a determinados intereses económicos, excluyente de las mayorías, generador de pobreza y marginación, tolerante con todo tipo de corrupción, mientras no se tocaran los intereses del poder más concentrado? ¿No hemos formado parte de ese sistema perverso, aceptando, en parte, sus principios mientras no tocaran nuestro bolsillo, cerrando los ojos ante los que iban quedando fuera y cayendo ante la aplanadora de la injusticia, hasta que esta última, prácticamente, nos expulsó a todos?

Hoy debemos articular, sí, un programa económico y social, pero fundamentalmente un proyecto político en su sentido más amplio.

¿Qué tipo de sociedad queremos? Martín Fierro orienta nuestra mirada nuestra vocación como pueblo, como Nación. Nos invita, a darle forma a nuestro deseo de una sociedad donde todos tengan lugar: el comerciante porteño, el gaucho del litoral, el pastor del norte, el artesano del Noroeste, el aborigen y el inmigrante, en la medida en que ninguno de ellos quiera quedarse él solo con la totalidad, expulsando al otro de la tierra.

2. Debe el gaucho tener Escuela...

Durante décadas, la escuela fue un importante medio de integración social y nacional. El hijo del gaucho, el migrante del interior, que llegaba a la ciudad, y hasta el extranjero, que desembarcaba en esta tierra, encontraron, en la educación básica, los elementos que les permitieron trascender la particularidad de su origen para buscar un lugar en la construcción común de un proyecto.

También hoy, desde la pluralidad enriquecedora de propuestas educadoras, debemos volver a apostar: a la educación, todo.

Recién en los últimos años, y de la mano de una idea de país que ya no se preocupaba demasiado por incluir a todos e, incluso, no era capaz de proyectar a futuro, la institución educativa vio decaer su prestigio, debilitarse sus apoyos y recursos, y desdibujarse su lugar en el corazón de la sociedad. El conocido latiguillo de la “escuela shopping” no apunta sólo a criticar algunas iniciativas puntuales que pudimos presenciar. Pone en tela de juicio toda una concepción, según la cual la sociedad es Mercado y nada más. De este modo, la escuela tiene el mismo lugar que cualquier otro emprendimiento lucrativo. Y, debemos recordar, una y otra vez, que no ha sido ésta la idea que desarrolló nuestro sistema educativo y que, con errores y aciertos, contribuyó a la formación de una comunidad nacional.

En este punto, los cristianos hemos hecho un aporte innegable desde hace siglos. No es aquí mi intención entrar en polémicas y diferencias que suelen consumir muchos esfuerzos. Simplemente, pretendo llamar la atención de todos y, en particular, de los educadores católicos, respecto de la importantísima tarea que tenemos entre manos.

Depreciada, devaluada y hasta atacada por muchos, la tarea cotidiana de todos aquellos que mantienen en funcionamiento las escuelas, enfrentando dificultades de todo tipo, con bajos sueldos y dando mucho más de lo que reciben, sigue siendo uno de los mejores ejemplos de aquello a lo cual hay que volver a apostar, una vez más: la entrega personal a un proyecto de un país para todos. Proyecto que, desde lo educativo, lo religioso o lo social, se torna político en el sentido más alto de la palabra: construcción de la comunidad.

Este proyecto político de inclusión no es tarea sólo del partido gobernante, ni siquiera de la clase dirigente en su conjunto, sino de cada uno de nosotros. El “tiempo nuevo” se gesta desde la vida concreta y cotidiana de cada uno de los miembros de la Nación, en cada decisión ante el prójimo, ante las propias responsabilidades, en lo pequeño y en lo grande, cuanto más en el seno de las familias y en nuestra cotidianeidad escolar o laboral.

Mas Dios ha de permitir que esto llegue a mejorar pero se ha de recordar

para hacer bien el trabajo que el fuego pa calentar debe ir siempre por abajo.

Pero esto merece una reflexión más completa.

Martín Fierro, compendio de ética cívica

Seguramente, tampoco a Hernández se le escapaba que los gauchos “verdaderos”, los de carne y hueso, no se iban a comportar tampoco como “señoritos ingleses” en la “nueva sociedad a fraguar”.

Provenientes de otra cultura, sin alambrado, acostumbrados a décadas de resistencia y lucha, ajenos en un mundo que se iba construyendo con parámetros muy distintos a los que ellos habían vivido, también ellos deberían realizar un importante esfuerzo para integrarse, una vez que se les abrieran las puertas.

1. Los recursos de la cultura popular

La segunda parte de nuestro “poema nacional” pretendió ser una especie de “manual de virtudes cívicas” para el gaucho, una “llave” para integrarse en la nueva organización nacional.

Y en lo que explica mi lengua todos deben tener fe.

Ansí, pues, entiéndanme, con codicias no me mancho. No se ha de llover el rancho en donde este libro esté.

Martín Fierro está repleto de los elementos que el mismo Hernández había mamado de la cultura popular, elementos que, junto con la defensa de algunos derechos concretos e inmediatos, le valieron la gran adhesión que pronto recibió. Es más: con el tiempo, generaciones y generaciones de argentinos releyeron a Fierro... y lo reescribieron, poniendo sobre sus palabras las muchas experiencias de lucha, las expectativas, las búsquedas, los sufrimientos... Martín Fierro creció para representar al país decidido, fraterno, amante de la justicia, indomable. Por eso todavía hoy tiene algo que decir. Es por eso que aquellos “consejos” para “domesticar” al gaucho trascendieron con mucho el significado con que fueron escritos y siguen hoy siendo un espejo de virtudes cívicas no abstractas, sino profundamente encarnadas en nuestra historia. A esas virtudes y valores, vamos a prestarles atención ahora.

2. Los consejos de Martín Fierro

Los invito a leer una vez más este poema. Háganlo no con un interés sólo literario, sino como una forma de dejarse hablar por la sabiduría de nuestro pueblo, que ha sido plasmada en esta obra singular. Más allá de las palabras, más allá de la historia, verán que lo que queda latiendo en nosotros es una especie de emoción, un deseo de torcerle el brazo a toda injusticia y mentira y seguir construyendo una historia de solidaridad y fraternidad, en una tierra común donde todos podamos crecer como seres humanos. Una comunidad donde la libertad no sea un pretexto para faltar a la justicia, donde la ley no obligue sólo al pobre, donde todos tengan su lugar. Ojalá sientan lo mismo que yo: que no es un libro que habla del pasado, sino, más bien, del futuro que podemos construir. No voy a prolongar este mensaje —ya muy extenso— con el desarrollo de los muchos valores que Hernández pone en boca de Fierro y otros personajes del poema. Simplemente, los invito a profundizar en ellos, a través de la reflexión y, por qué no, de un diálogo en cada una de nuestras comunidades educativas. Aquí, presentaré solamente algunas de las ideas que podemos rescatar, entre muchas.

2.1. Prudencia o “picardía”: obrar desde la verdad y el bien... o por conveniencia.

Nace el hombre con la astucia que ha de servirle de guía.

Sin ella sucumbiría,

pero sigún mi experiencia

se vuelve en unos prudencia y en los otros picardía.

Hay hombres que de su cencia tienen la cabeza llena;

hay sabios de todas menas, mas digo sin ser muy ducho, es mejor que aprender mucho el aprender cosas buenas.

Un punto de partida. “Prudencia” o “picardía” como formas de organizar los propios dones y la experiencia adquirida. Un actuar adecuado, conforme a la verdad y al bien posibles aquí y ahora, o la consabida manipulación de informaciones, situaciones e interacciones desde el propio interés.

Mera acumulación de ciencia (utilizable para cualquier fin) o verdadera sabiduría, que incluye el “saber” en su doble sentido, conocer y saborear, y que se guía tanto por la verdad como por el bien. “Todo me es permitido, pero no todo me conviene”, diría San Pablo. ¿Por qué? Porque, además de mis necesidades, apetencias y preferencias, están las del otro. Y lo que satisface a uno a costa del otro termina destruyendo a uno y otro.

2.2. La jerarquía de los valores y la ética exitista del “ganador”.

Ni el miedo ni la codicia

es bueno que a uno lo asalten. Ansí no se sobresalten

por los bienes que perezcan. Al rico nunca le ofrezcan

y al pobre jamás le falten.

Lejos de invitarnos a un desprecio de los bienes materiales como tales, la sabiduría popular, que se expresa en estas palabras, considera los bienes perecederos como medio, herramienta para la realización de la persona en un nivel más alto. Por eso, prescribe no ofrecerle al rico (comportamiento interesado y servil que sí recomendaría la “picardía” del Viejo Vizcacha) y no mezquinarle al pobre (que sí necesita de nosotros y, como dice el Evangelio, no tiene nada con que pagarnos). La sociedad humana no puede ser una “ley de la selva” en la cual cada uno trate de manotear lo que pueda, cueste lo que costare. Y ya sabemos, demasiado dolorosamente, que no existe ningún mecanismo “automático” que asegure la equidad y la justicia. Sólo una opción ética convertida en prácticas concretas, con medios eficaces, es capaz de evitar que el hombre sea depredador del hombre. Pero esto es lo mismo que postular un orden de valores que es más importante que el lucro personal y, por lo tanto, un tipo de bienes que es superior a los materiales. Y no estamos hablando de cuestiones que exijan determinada creencia religiosa para ser comprendidas: nos referimos a principios como la dignidad de la persona humana, la solidaridad, el amor.

“Ustedes me llaman Maestro y Señor;

y tienen razón, porque lo soy. Si yo que soy Señor y Maestro, les he lavado los pies,

ustedes también deben lavarse los pies unos a otros.

Les he dado el ejemplo,

para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes.”

Jn 13,13-15

Una comunidad que deje de arrodillarse ante la riqueza, el éxito y el prestigio y que sea capaz, por el contrario, de lavar los pies de los humildes y necesitados sería más acorde con esta enseñanza que la ética del “ganador” (a cualquier precio) que hemos malaprendido en tiempos recientes.

2.3. El trabajo y la clase de persona que queremos ser

El trabajar es la ley porque es preciso alquirir. No se espongan a sufrir una triste situación. Sangra mucho el corazón del que tiene que pedir.

¿Hacen falta comentarios? La historia ha marcado a fuego en nuestro pueblo el sentido de la dignidad del trabajo y el trabajador. ¿Existe algo más humillante que la condena a no poder ganarse el pan? ¿Hay forma peor de decretar la inutilidad e inexistencia de un ser humano? ¿Puede una sociedad, que acepta tamaña iniquidad escudándose en abstractas consideraciones técnicas, ser camino para la realización del ser humano?

Pero este reconocimiento, que todos declamamos, no termina de hacerse carne. No sólo por las condiciones objetivas que generan el terrible desempleo actual (condiciones que, nunca hay que callarlo, tienen su origen en una forma de organizar la convivencia que pone la ganancia por encima de la justicia y el derecho), sino también por una mentalidad de “viveza” (¡también criolla!) que ha llegado a formar parte de nuestra cultura. “Salvarse” y “zafar”... por el medio más directo y fácil posible. “La plata trae la plata”... “nadie se hizo rico trabajando”... creencias que han ido abonando una cultura de la corrupción que tiene que ver, sin duda, con esos “atajos”, por los cuales muchos han tratado de sustraerse a la ley de ganar el pan con el sudor de la frente.

2.4. El urgente servicio a los más débiles

La cigüeña cuando es vieja pierde la vista, y procuran cuidarla en su edá madura todas sus hijas pequeñas. Apriendan de las cigüeñas este ejemplo de ternura.

En la ética de los “ganadores”, lo que se considera inservible, se tira. Es la civilización del “descarte”. En la ética de una verdadera comunidad humana, en ese país que quisiéramos tener y que podemos construir, todo ser humano es valioso, y los mayores lo son a título propio, por muchas razones: por el deber de respeto filial ya presente en el Decálogo bíblico; por el indudable derecho de descansar en el seno de su comunidad que se ha ganado aquél que ha vivido, sufrido y ofrecido lo suyo; por el aporte que sólo él puede dar todavía a su sociedad, ya que, como pronuncia el mismo Martín Fierro, es de la boca del viejo / de ande salen las verdades.

No hay que esperar hasta que se reconstituya el sistema de seguridad social actualmente destruido por la depredación: mientras tanto, hay innumerables gestos y acciones de servicio a los mayores que estarían al alcance de nuestra mano con una pizca de creatividad y buena voluntad. Y del mismo modo, no podemos dejar de volver a considerar las posibilidades concretas que tenemos de hacer algo por los niños, los enfermos, y todos aquellos que sufren por diversos motivos. La convicción de que hay cuestiones “estructurales”, que tienen que ver con la sociedad en su conjunto y con el mismo Estado, de ningún modo nos exime de nuestro aporte personal, por más pequeño que sea.

2.5. Nunca más el robo, la coima y el “no te metás”

Ave de pico encorvado le tiene al robo afición. pero el hombre de razón no roba jamás un cobre,

pues no es vergüenza ser pobre y es vergüenza ser ladrón.

Quizás, en nuestro país, esta enseñanza haya sido de las más olvidadas. Pero más allá de ello, además de no permitir ni justificar nunca más el robo y la coima, tendríamos que dar pasos más decididos y positivos. Por ejemplo, preguntarnos no sólo qué cosas ajenas no tenemos que tomar, sino más bien qué podemos aportar. ¿Cómo podríamos formular que, también, son “vergüenza” la indiferencia, el individualismo, el sustraer (robar) el propio aporte a la sociedad para quedarse sólo con una lógica de “hacer la mía”?

Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: “¿y quién es mi prójimo?” Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba

por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo. También pasó por allí un levita: lo vio y siguió de largo. Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces, se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montadura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo. Al día

siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: “Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver.”¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?. El que tuvo

compasión de él, le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: “Ve, procede tú de la misma manera.”

Lc 10,29-37

2.6. Palabras vanas, palabras verdaderas

Procuren, si son cantores, el cantar con sentimiento. No tiemplen el estrumento por solo el gusto de hablar y acostúmbrense a cantar en cosas de jundamento.

Comunicación, hipercomunicación, incomunicación.

¿Cuántas palabras “sobran” entre nosotros? ¿Cuánta habladuría, cuánta difamación, cuánta calumnia? ¿Cuánta superficialidad, banalidad, pérdida de tiempo? Un don maravilloso, como es la capacidad de comunicar ideas y sentimientos, que no sabemos valorar ni aprovechar en toda su riqueza.

¿No podríamos proponernos evitar todo “canto” que sólo sea “por el gusto de hablar”? ¿Sería posible que estuviéramos más atentos a lo que decimos de más y a lo que decimos de menos, particularmente quienes tenemos la misión de enseñar, hablar, comunicar?

Conclusión: palabra y amistad

Finalmente, citemos aquella estrofa en la cual hemos visto tan reflejado el mandamiento del amor en circunstancias difíciles para nuestro país. Aquella estrofa que se ha convertido en lema, en programa, en consigna, pero que debemos recordar una y otra vez:

Los hermanos sean unidos, porque esa es la ley primera. Tengan unión verdadera

en cualquier tiempo que sea, porque si entre ellos pelean los devoran los de ajuera

Estamos en una instancia crucial de nuestra Patria. Crucial y fundante: por eso mismo, llena de esperanza. La esperanza está tan lejos del facilismo como de la pusilanimidad. Exige lo mejor de nosotros mismos en la tarea de reconstruir lo común, lo que nos hace un pueblo.

Estas reflexiones han pretendido solamente despertar un deseo: el de poner manos a la obra, animados e iluminados por nuestra propia historia, el de no dejar caer el sueño de una Patria de hermanos que guió a tantos hombres y mujeres en esta tierra.

¿Qué dirán de nosotros las generaciones venideras?

¿Estaremos a la altura de los desafíos que se nos presentan?

¿Por qué no?, es la respuesta.

Sin grandilocuencias, sin mesianismos, sin certezas imposibles, se trata de volver a bucear valientemente en nuestros ideales, en aquellos que nos guiaron en nuestra historia y de empezar, ahora mismo, a poner en marcha otras posibilidades otros valores, otras conductas.

Casi como una síntesis, me sale al paso el último verso que citaré del Martín Fierro, un verso que Hernández pone en boca del hijo mayor del gaucho en su amarga reflexión sobre la cárcel:

Pues que de todos los bienes, en mi inorancia lo infiero, que le dio al hombre altanero Su Divina Magestá,

la palabra es el primero, el segundo es la amistá.

La palabra que nos comunica y vincula, haciéndonos compartir ideas y sentimientos, siempre y cuando hablemos con la verdad, siempre, sin excepciones. La amistad, incluso la amistad social, con su “brazo largo” de la justicia, que constituye el mayor tesoro, aquel bien que no se puede sacrificar por ningún otro, lo que hay que cuidar por sobre todas las cosas.

Palabra y amistad. “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”(Jn 1,14). No hizo rancho aparte; se hizo amigo nuestro. “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que les mando. Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre” (Jn 15,13-15). Si empezamos, ya mismo, a valorar estos dos bienes, otra puede ser la historia de nuestro país.

Concluyamos poniendo estos deseos en las manos del

Señor con la oración por la Patria que nos han ofrecido los obispos argentinos:

Jesucristo, Señor de la historia, te necesitamos

Nos sentimos heridos y agobiados. Precisamos tu alivio y fortaleza. Queremos ser una nación,

una nación, cuya identidad sea la pasión por la verdad y el compromiso por el bien común.

Danos la valentía de la libertad de los hijos de Dios, para amar a todos, sin excluir a nadie,

privilegiando a los pobres y perdonando a que nos ofenden, aborreciendo el odio y construyendo la paz.

Concédenos la sabiduría del diálogo y la alegría de la esperanza que no defrauda. Tú nos convocas. Aquí estamos Señor, cercanos a María,

que, desde Luján, nos dice:

¡Argentina! ¡Canta y camina!

Jesucristo, Señor de la historia, te necesitamos. Amén.

Buenos Aires, Pascua de 2002

[1]El padre Duarte fue quien lo confesó ese 21 de septiembre.

[2]Véase Vicente de Lerins, Primer Conmonitorio, cap. 23.







Mensaje Cuaresmal del Sr. Arzobispo

A los sacerdotes, consagrados y laicos de la Arquidiócesis.
Rasguen su corazón y no sus vestidos; vuelvan ahora al Señor su Dios, porque Él es compasivo y clemente, lento para la ira, rico en misericordia...
Poco a poco nos acostumbramos a oír y a ver, a través de los medios de comunicación, la crónica negra de la sociedad contemporánea, presentada casi con un perverso regocijo, y también nos acostumbramos a tocarla y a sentirla a nuestro alrededor y en nuestra propia carne. El drama está en la calle, en el barrio, en nuestra casa y, por qué no, en nuestro corazón. Convivimos con la violencia que mata, que destruye familias, aviva guerras y conflictos en tantos países del mundo. Convivimos con la envidia, el odio, la calumnia, la mundanidad en nuestro corazón. El sufrimiento de inocentes y pacíficos no deja de abofetearnos; el desprecio a los derechos de las personas y de los pueblos más frágiles no nos son tan lejanos; el imperio del dinero con sus demoníacos efectos como la droga, la corrupción, la trata de personas - incluso de niños - junto con la miseria material y moral son moneda corriente. La destrucción del trabajo digno, las emigraciones dolorosas y la falta de futuro se unen también a esta sinfonía. Nuestros errores y pecados como Iglesia tampoco quedan fuera de este gran panorama. Los egoísmos más personales justificados, y no por ello más pequeños, la falta de valores éticos dentro de una sociedad que hace metástasis en las familias, en la convivencia de los barrios, pueblos y ciudades, nos hablan de nuestra limitación, de nuestra debilidad y de nuestra incapacidad para poder transformar esta lista innumerable de realidades destructoras.
La trampa de la impotencia nos lleva a pensar: ¿Tiene sentido tratar de cambiar todo esto? ¿Podemos hacer algo frente a esta situación? ¿Vale la pena intentarlo si el mundo sigue su danza carnavalesca disfrazando todo por un rato? Sin embargo, cuando se cae la máscara, aparece la verdad y, aunque para muchos suene anacrónico decirlo, vuelve a aparecer el pecado, que hiere nuestra carne con toda su fuerza destructora torciendo los destinos del mundo y de la historia.
La Cuaresma se nos presenta como grito de verdad y de esperanza cierta que nos viene a responder que sí, que es posible no maquillarnos y dibujar sonrisas de plástico como si nada pasara. Sí, es posible que todo sea nuevo y distinto porque Dios sigue siendo “rico en bondad y misericordia, siempre dispuesto a perdonar” y nos anima a empezar una y otra vez. Hoy nuevamente somos invitados a emprender un camino pascual hacia la Vida, camino que incluye la cruz y la renuncia; que será incómodo pero no estéril. Somos invitados a reconocer que algo no va bien en nosotros mismos, en la sociedad o en la Iglesia, a cambiar, a dar un viraje, a convertirnos.
En este día, son fuertes y desafiantes las palabras del profeta Joel: Rasguen el corazón, no los vestidos: conviértanse al Señor su Dios. Son una invitación a todo pueblo, nadie está excluido. Rasguen el corazón y no los vestidos de una penitencia artificial sin garantías de futuro.
Rasguen el corazón y no los vestidos de un ayuno formal y de cumpli-miento que nos sigue manteniendo satisfechos.
Rasguen el corazón y no los vestidos de una oración superficial y egoísta que no llega a las entrañas de la propia vida para dejarla tocar por Dios.
Rasguen los corazones para decir con el salmista: “hemos pecado”. “La herida del alma es el pecado: ¡Oh pobre herido, reconoce a tu Médico! Muéstrale las llagas de tus culpas. Y puesto que a Él no se le esconden nuestros secretos pensamientos, hazle sentir el gemido de tu corazón. Muévele a compasión con tus lágrimas, con tu insistencia, ¡importúnale! Que oiga tus suspiros, que tu dolor llegue hasta Él de modo que, al fin, pueda decirte: El Señor ha perdonado tu pecado.” (San Gregorio Magno) Ésta es la realidad de nuestra condición humana. Ésta es la verdad que puede acercarnos a la auténtica reconciliación... con Dios y con los hombres. No se trata de desacreditar la autoestima sino de penetrar en lo más hondo de nuestro corazón y hacernos cargo del misterio del sufrimiento y el dolor que nos ata desde hace siglos, miles de años. desde siempre.
Rasguen los corazones para que por esa hendidura podamos mirarnos de verdad.
Rasguen los corazones, abran sus corazones, porque sólo en un corazón rasgado y abierto puede entrar el amor misericordioso del Padre que nos ama y nos sana.
Rasguen los corazones dice el profeta, y Pablo nos pide casi de rodillas “déjense reconciliar con Dios”. Cambiar el modo de vivir es el signo y fruto de este corazón desgarrado y reconciliado por un amor que nos sobrepasa.
Ésta es la invitación, frente a tantas heridas que nos dañan y que nos pueden llevar a la tentación de endurecernos: Rasguen los corazones para experimentar en la oración silenciosa y serena la suavidad de la ternura de Dios.
Rasguen los corazones para sentir ese eco de tantas vidas desgarradas y que la indiferencia no nos deje inertes.
Rasguen los corazones para poder amar con el amor con que somos amados, consolar con el consuelo que somos consolados y compartir lo que hemos recibido.
Este tiempo litúrgico que inicia hoy la Iglesia no es sólo para nosotros, sino también para la transformación de nuestra familia, de nuestra comunidad, de nuestra Iglesia, de nuestra Patria, del mundo entero. Son cuarenta días para que nos convirtamos hacia la santidad misma de Dios; nos convirtamos en colaboradores que recibimos la gracia y la posibilidad de reconstruir la vida humana para que todo hombre experimente la salvación que Cristo nos ganó con su muerte y resurrección.
Junto a la oración y a la penitencia, como signo de nuestra fe en la fuerza de la Pascua que todo lo transforma, también nos disponemos a iniciar igual que otros años nuestro “Gesto cuaresmal solidario”. Como Iglesia en Buenos Aires que marcha hacia la Pascua y que cree que el Reino de Dios es posible necesitamos que, de nuestros corazones desgarrados por el deseo de conversión y por el amor, brote la gracia y el gesto eficaz que alivie el dolor de tantos hermanos que caminan junto a nosotros. «Ningún acto de virtud puede ser grande si de él no se sigue también provecho para los otros... Así pues, por más que te pases el día en ayunas, por más que duermas sobre el duro suelo, y comas ceniza, y suspires continuamente, si no haces bien a otros, no haces nada grande». (San Juan Crisóstomo)
Este año de la fe que transitamos es también la oportunidad que Dios nos regala para crecer y madurar en el encuentro con el Señor que se hace visible en el rostro sufriente de tantos chicos sin futuro, en la manos temblorosas de los ancianos olvidados y en las rodillas vacilantes de tantas familias que siguen poniéndole el pecho a la vida sin encontrar quien los sostenga.
Les deseo una santa Cuaresma, penitencial y fecunda Cuaresma y, por favor, les pido que recen por mí. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide.
Paternalmente
Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.
Buenos Aires, 13 de febrero de 2013, Miércoles de Ceniza

Desgrabación de la homilía del Sr. Arzobispo de Buenos Aires Cardenal Jorge Mario Bergoglio s.j., con motivo de la Misa de Imposición de Ceniza.
La mirada de la Iglesia en este día del comienzo de la Cuaresma está dirigida a nuestro corazón y su relación con Dios, por eso en la oración inicial decíamos que “comenzábamos un camino de conversión”. Lo que Dios quiere, su amor de Padre quiere, es un corazón convertido: que demos un paso más en ese camino de acercarnos a El, que es Padre, es toda ternura, es misericordia y es perdón. Por eso antes del Evangelio el celebrante repitió la frase: “No endurezcan su corazón sino que escuchen la voz del Señor”. Escuchar la voz de Dios para que nuestro corazón deje la callosidad del pecado, la callosidad de no sentir las cosas de Dios, ese modo de ser de un corazón suficiente que deja que todo resbale... por eso se nos invita a sentir, a convertirnos.
Y    convertirnos es ponernos en paz con Dios, reconciliarnos con Dios. Pablo a los cristianos de Corinto les dice: “Les suplicamos en nombre de Cristo. Por favor, déjense reconciliar con Dios”. ¿Pero cómo Padre? ¿No es que nosotros tenemos que reconciliarnos con Dios? Ninguno de nosotros, por nuestras propias fuerzas, puede reconciliarse con Dios; es Cristo el que vino a reconciliarnos con Dios. El mismo Pablo lo va a decir: Cristo está en el mundo reconciliando al mundo con Dios. Esa es su tarea! Es el pacificador, el que nos vino a poner en paz con Dios.
Déjense reconciliar con Dios. eso es lo que nos dice la Iglesia hoy. Dejar que Jesús vaya trabajando nuestro corazón para que nos reconciliemos con el Padre. Y vivir reconciliados con Dios es vivir en paz con El; vivir reconciliados con Dios es saborear la ternura paternal que El tiene; vivir reconciliados con Dios es dejarnos hacer la fiesta que se dejó hacer ese hijo que había salido de la casa de su padre para malgastar sus bienes, ese hijo que un día sintió la gracia dentro de su corazón y dijo: “Me levantaré e iré a mi padre.”
Esa es la frase que hoy, quizás, podamos decir cada uno de nosotros: Me levantaré como pueda, e iré a mi Padre. Todos los años vamos a encontrar algo para dejarnos reconciliar con Dios, por eso este año hagamos el poquito que podamos... Me levantaré e iré a mi padre. Entonces, cuando uno toma esa decisión y se deja reconciliar con Dios, por medio de Jesús que es el único que reconcilia, entonces está de fiesta, está de estreno, estrena un corazón nuevo y eso es lo que deseo para todos ustedes y me lo deseo para mí también. Que este primer día de Cuaresma nos animemos a estrenar un corazón nuevo. Que Jesús lo vaya renovando pero que digamos: Me levantaré e iré a mi Padre; estrenaré un corazón nuevo.
Que así sea.
Buenos Aires, 13 de febrero de 2013 Miércoles de Ceniza Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.
Mensaje Cuaresmal del Sr. Arzobispo
“Recibieron gratuitamente, den también gratuitamente”
Queridos hermanos y hermanas:
Uno de los peligros más grandes que nos acechan es el “acostumbramiento”. Nos vamos acostumbrando tanto a la vida y a todo lo que hay en ella que ya nada nos asombra; ni lo bueno para dar gracias, ni lo malo para entristecernos verdaderamente. Me causó asombro y perplejidad preguntarle a un conocido como estaba y que me respondiera: “mal pero acostumbrado”.
Nos acostumbramos a levantarnos cada día como si no pudiera ser de otra manera, nos acostumbramos a la violencia como algo infaltable en las noticias, nos acostumbramos al paisaje habitual de pobreza y de la miseria caminando por las calles de nuestra ciudad, nos acostumbramos a la tracción a sangre de los chicos y las mujeres en las noches del centro cargando lo que otros tiran. Nos acostumbramos a vivir en una ciudad paganizada en la que los chicos no salen a rezar ni hacerse la señal de la cruz.
El acostumbramiento nos anestesia el corazón, no hay capacidad para ese asombro que nos renueva en la esperanza, no hay lugar para el reconocimiento del mal y poder para luchar contra él.
Por otra parte suele suceder que sobrevienen momentos tan fuertes que, como un shock, nos sacan del acostumbramiento malsano y nos ponen en la brecha de la realidad que siempre nos desafía a un poco más: por ejemplo, cuando perdimos a alguien o algo muy querido solemos valorar y agradecer lo que tenemos y que, hasta un momento antes, no lo habíamos valorado lo suficiente. En el camino de la vida del discípulo la Cuaresma se presenta como ese momento fuerte, ese punto de inflexión para sacar el corazón de la rutina y de la pereza del acostumbramiento.
Cuaresma, que para ser auténtica y dar sus frutos, lejos de ser un tiempo de cumplimiento es tiempo de conversión, de volver a las raíces de nuestra vida en Dios. Conversión que brota de la acción de gracias por todo lo que Dios nos ha regalado, por todo lo que obra y seguirá obrando en el mundo, en la historia y en nuestra vida personal.
Acción de gracias, como la de María, que a pesar de los sinsabores por los que tuvo que pasar, no se quedó en la mirada derrotista sino supo cantar a las grandezas de Señor.
La acción de gracias y la conversión caminan juntas. “Conviértanse porque el Reino de Dios está cerca” proclamaba Jesús al inicio de su vida pública. Sólo la belleza y la gratuidad del Reino enamoran el corazón y lo mueven verdaderamente al cambio. Acción de gracias y conversión como la de todos los que recibieron gratuitamente de manos de Jesús la salud, el perdón y la vida.
Jesús al enviar a sus discípulos a anunciar ese Reino les dice: “den también gratuitamente”. El Señor quiere que su Reino se propague mediante gestos de amor gratuito. Así los hombres reconocieron a los primeros cristianos portadores de un mensaje que los desbordaba. “Recibieron gratuitamente, den también gratuitamente”. Quisiera estas palabras del Evangelio se graben de un modo muy fuerte en nuestro corazón cuaresmal. La Iglesia crece por atracción, por testimonio, no por proselitismo.
Nuestra conversión cristiana ha de ser una respuesta agradecida al maravilloso misterio del amor de Dios que obra a través de la muerte y resurrección de su Hijo y se nos hace presente en cada nacimiento a la vida de la fe, en cada perdón que nos renueva y sana, en cada Eucaristía que siembra en nosotros los mismos sentimientos de Cristo.
En la cuaresma, por la conversión, volvemos a las raíces de la fe al contemplar el don sin medida de la Redención, y nos damos cuenta que todo nos fue dado por iniciativa gratuita de nuestro Dios. La fe es don de Dios que no puede no llevarnos a la acción de gracias y dar su fruto en el amor.
El amor hace común todo lo que tiene, se revela en la comunicación. No hay fe verdadera que no se manifieste en el amor, y el amor no es cristiano si no es generoso y concreto. Un amor decididamente generoso es un signo y una invitación a la fe. Cuando nos hacemos cargo de las necesidades de nuestros hermanos, como lo hizo el buen samaritano, estamos anunciando y haciendo presente el Reino.
Acción de gracias, conversión, fe, amor generoso, misión son palabras claves para rezar en este tiempo, al mismo tiempo que vamos encarnándolas a través del Gesto Solidario Cuaresmal que tanto ha edificado durante estos últimos años a nuestra Iglesia porteña. Les deseo una santa Cuaresma. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Y, por favor, les pido que recen por mí.
Fraternalmente,
Buenos Aires, 22 de febrero de 2012
Miércoles de Ceniza
Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.

Encuentro Arquidiocesano de Catequistas 2012 
Desgrabación de la Homilía del Sr. Arzobispo
Evangelio: el Padre misericordioso, San Lucas 15,1-3.11-32.
El lema de este día “De manos de María, acompañamos la vida”. Acompañar la vida para que crezca, contener la vida para protegerla, recibir la vida como lo hizo Jesús. Uno no puede tomar una actitud selectiva frente a la vida que se nos acerca, como la tenían estos publicanos y pecadores que murmuraban contra Jesús; los criticones... “porque come con los pecadores, recibe a los pecadores”. Jesús recibía la vida cómo venía, no con envase de lujo.
La vida es ésta y yo la recibo, decía Jesús. Como en el futbol: los penales tenés que atajarlos donde te los tiran, no podés elegir dónde te los van a patear. La vida viene así y la tenés que recibir así aunque no te guste.
Ese padre que había dado vida a ese hijo, ese padre que lo había visto crecer, que había amasado una gran fortuna para dejarles; un día frente a un capricho, a un desvío de este hijo, deja que el hijo protagonice. Ya le había dado los consejos, no le hizo caso; y destruye sus posesiones para dividirlas y dársela a este hijo. Él sabía que la iba a malgastar pero la vida vino así. Seguramente le habló y lo aconsejó pero dejó. Y el hijo se fue.
Y   el padre, dice el Evangelio, lo vió venir de lejos. Lo vio venir de lejos porque subía a cada rato a la terraza, lo estaba esperando. Al hijo sinvergüenza, ladrón, que le costó bien caro y que moralmente estaba arrastrado por el barro. El protagonismo del padre fue esperar la vida como viniera. derrotada, sucia, pecadora, destruida ... como viniera. Él tenía que esperar esa vida y acogerla en ese abrazo.
A veces nos defendemos poniendo distancias de exquisitez como los escribas y los fariseos: “hasta que no esté purificada la vida no la recibo”. Y se lavaban mil veces las manos antes de comer y oras abluciones.
pero Jesús se los echa en cara porque su corazón estaba lejos de lo que Dios quería. Ese Dios que manda a su hijo que se mezcle con nosotros, con lo peorcito de nosotros.
Esos eran los amigos de Jesús: lo peorcito. Pero la vida la tomaba como venía. Dejaba que cada hombre y cada mujer protagonizara su vida y Él la acompañaba con cariño, con ternura, con doctrina, con consejos. No la imponía.
La vida no se impone, la vida se siembra y se riega, no se impone. Cada uno es protagonista de la suya. Y eso Dios lo respeta. Acompañemos la vida como Dios lo hace.
Ese padre que lo vio venir y se conmovió profundamente; que tiene capacidad de conmoverse frente a ese despojo humano que era su hijo: un linyera existencial hecho jirones el alma y el cuerpo, con hambre. En el fondo se podía preguntar “este atorrante que se fue con toda la plata, que la malgastó y ahora viene; viene porque tiene hambre? ... ¡no! que lo atienda el mayordomo, que haga penitencia y después veré si le doy audiencia” ... podría haber hecho eso. El padre no acompaña la vida así sino que se conmueve y sale corriendo a abrazarlo. Y cuando el hijo le quiere pedir perdón le tapa la boca con su abrazo.
Acompañar la vida con corazón de padre y de hermano. “No sé lo que hiciste, no sé cómo remataste tu vida pero sé que sos mi hermano y te tengo que dar el mensaje de Jesús”.
El otro hijo reedita la postura de los criticones, los escribas y fariseos, “yo soy puro, yo estuve siempre en la Iglesia, soy de la Acción Católica, de Caritas o de catequesis.te doy gracias, Señor, porque no soy como toda esta gente, no soy como esta gentuza” Y el hijo cierra su corazón y prefiere protagonizar un purismo hipócrita a dejarse conmover por la ternura que le enseñó su Padre. No sabe acompañar la vida. Probablemente este hombre lo más que pueda dar es una vida biológica pero nunca una vida desde el corazón.
Y    se armó la fiesta. La vida y el encuentro es fiesta. Acompañar la vida es animarme a encontrar al otro como está, como viene o como lo voy a buscar. Es encuentro y ese encuentro es festivo. Ya lo dijo Jesús: va a haber mucha fiesta por cada uno de estos que ustedes dejan de lado y se acerca y vuelve a la casa. encontrarse.
Pregunto, entre ustedes catequistas, ¿hay fiesta, hay encuentro; o está el gesto adusto del dedito con un “no” adelante como la maestra en tiempos de Yrigoyen. ¿Hay eso o hay fiesta, hay encuentro? ¿saben lo que es fiesta o son una momia? Catequistas - momias, una momia anclada solamente en formulación de verdades, preceptos; sin ternura, sin capacidad de encuentro.
Yo quisiera que entre ustedes no haya lugar para momias apostólicas, ¡por favor no!, vayan a un museo que van a lucir mejor. Sino que haya corazones que se conmueven con la vida desde donde se la pateen, que saben abrazar la vida y decirle a esa vida quién es Jesús.
Y    para que no se equivoquen y momifiquen sus entrañas...”de la mano de María” la Madre de la ternura. acompañemos la vida de la mano de María.
Desgrabación de la Homilía del Sr. Arzobispo de Buenos Aires
Cardenal Jorge Mario Bergoglio s.j. en la Misa en la Catedral Metropolitana, a un mes de la tragedia ferroviaria de Once.
En la primera lectura se habla de los pensamientos de los impíos, de los necios, de esos que tienen explicación para todo y que saben manejar la vida de tal manera que ensamble bien. Empezaba así el pasaje del Libro de la Sabiduría que leímos:“Los impíos dicen entre sí razonando equivocadamente...” Todo aquel que quiera explicar esto que pasa ahora, el misterio del dolor, el misterio del sufrimiento y de la muerte, razona equivocadamente. El pasaje terminaba con esta frase:“No conocen los secretos de Dios.” Y tengo ganas de decirle a nuestro Padre del cielo, hoy que estamos reunidos a los treinta días de esta tragedia: Cuáles son tus secretos, Padre? Por qué tantas vidas segadas?. cincuenta y dos vidas, una de las cuales todavía no había nacido. explicanos Padre como se entiende. por qué Padre.? Por qué?
Me viene una imagen por la que todos pasamos cuando éramos chicos y después con los chicos que conocimos: la edad de los “por qué”. Si observamos bien, el chico empieza a preguntar a su papá o a su mamá el “porqué” de las cosas que no entiende y algunas de las cuales lo amenazan. Y hoy de alguna manera somos como esos chicos delante del padre. pero si observamos bien vemos que esos chicos no escuchan la respuesta del padre sino que cuando el papá esta hablando vuelven a preguntar el “porqué” de otra cosa. simplemente quieren atraer la mirada del padre. Y hoy al preguntar “por qué”, todos sabemos que no vamos a tener una explicación completa. Quizá vamos a tener explicaciones de las mediaciones humanas que han fallado, de las irresponsabilidades, de los errores, pero del misterio por qué una vida es segada no tenemos explicaciones, solamente nos queda que con nuestro “por qué” de hoy, aquí dolientes, fraternal y unidos, atraigamos la mirada del Padre para que entre en nuestro corazón y nos consuele. Rezábamos en el Salmo: El Señor está cerca del que sufre. Señor, si vos estás cerca de nosotros hacelo sentir! Señor, queremos que se haga justicia! Sabemos que detrás de esto hay responsables irresponsables, gente que no ha cumplido con su deber, no queremos pegarle por pegarle pero sí corregir su corazón porque su irresponsabilidad cuesta tan caro, no hay precio que pague una vida. Sabemos que en medio de todo esto hay angustia y búsqueda, sabemos que en medio del dolor hay recuerdos de momentos vividos con los que se fueron, y pedimos la gracia de llorar en esta Ciudad, que como dije en otra ocasión, todavía no aprendió a llorar. No sabe llorar. Todo lo arregla con anestesia, todo lo arregla buscando como componer situaciones que no se arreglan sino sacando todo a la luz. Pedimos la gracia Padre, vos que estás cerca del que sufre, la gracia de llorar. Pedimos la gracia de llorar. Esas lágrimas que limpiarán nuestros ojos y que nos harán ver “mas allá del dolor” como dijo uno de ustedes, nos harán ver y celebrar la vida feliz de un hijo que se nos fue. Pero para eso hay que llorar mucho.
Miranos Padre. Aquí no hay ningún gurú que nos pueda explicar el misterio humano: nadie nos puede decir que esto será así o así y estaremos bien...Tenemos que optar: el dolor o la anestesia, o el llanto o la hipocresía, el reclamo sereno de justicia o tapar las cosas. Y con este deseo de reclamar serenamente la justicia, también miramos al cielo, a este Padre que consuela, y le pedimos consuelo para tantas familias; consuelo para tantos corazones; consuelo para la sociedad que se hace cargo de esto y sufre por tantas vidas sesgadas.
Casi la totalidad de ellos venían a ganarse el pan! Dignamente! Que no nos acostumbremos Padre a que para ganarse el pan hay que viajar como ganado. Que no nos acostumbremos Padre a que en esta Ciudad no se llora nada, todo se arregla y todo se acomoda. Que no nos acostumbremos Padre a la mano fácil que se sacude y dice “Gracias a Dios a mi no me tocó”, y se aliena en otra cosa. Hoy la solidaridad es más, somos hermanos en el dolor y como hermanos miremos al cielo. Padre, por qué? Y cada uno de nosotros abra su corazón. Y siga preguntado por qué. Yo no puedo darles una respuesta, ni ningún obispo, ni el Papa pero El los va a consolar. El es capaz de venir y en la armonía de su presencia paternal hacernos sentir que el misterio de la vida y de la muerte tienen un sentido aún cuando venga de manos irresponsables.
Esta es la oración de hoy: “Padre, vos estás cerca del que sufre. Padre, no queremos ser de los que no conocen tus secretos. Padre, entrá en nuestro corazón y manifestanos la ternura de tu paternidad.”

Homilía del Sr. Arzobispo en la Misa Crismal
Permanecer en la unción
El Salmo 88 que recién hemos rezado nos habla del “para siempre” de la unción: “Ungí a David mi servidor con el óleo sagrado, para que mi mano esté siempre con él”. La unción del Señor es “fidelidad y amor que nos acompañan” a lo largo de nuestra vida sacerdotal. Quizá sea San Juan quien mejor expresa este carácter permanente de la unción: “La unción que recibieron de Él permanece en ustedes y no necesitan que nadie les enseñe”(i Jn 2, 27).
La unción permanece en nosotros, nos imprime carácter; se trata de que nosotros permanezcamos en ella: “Ya que esa unción los instruye en todo y ella es verdadera y no miente, permanezcan en Él, como ella les enseña”.Permanecer en la unción., que nos enseña interiormente cómo permanecer en la amistad con Jesús.
Nos hará bien preguntarnos: ¿Qué nos ayuda a permanecer en la unción? ¿Cómo experimentar su alegría, comosentir que nos fortalece, haciendo suave y llevadera la Cruz, cómo vivirla como escudo ante las tentaciones y como bálsamo en las heridas? ¿Qué nos ayuda a no depotenciarla, a no perder la sal, a mantener ardiente el fervor.? ¿Cómo evitar engrosar la lista de aquellos que terminaron mal y no permanecieron en la unción: Saúl, Esaú, Salomón.? A modo de respuesta, un poco antes, en la misma carta, Juan da la clave: “El que dice que permanece en Él, debe andar como Él” (1 Jn 2, 6).
Permanecer en la unción entonces no significa poner cara de estampita ni mantener una postura estática; significa “andar” y el andar del que habla Juan (periepatesen) es el de todos los paralíticos curados del evangelio, que se levantaban de un salto y andaban con su camilla a cuestas y seguían al Señor; es el andar de Pedro hacia Jesús, caminando sobre las aguas, símbolo del hombre que camina en la fe, que “abandona toda seguridad y avanza al encuentro de lo que sólo se alcanza por la gracia” (von Balthasar). Así es: para permanecer en la unción hay quecaminar, hay que salir y andar como Cristo anduvo.
La unción del Espíritu permaneció sobre el Señor que “pasó haciendo el bien”, derramando la misericordia del Padre sobre todos los que lo necesitaban en cada ocasión, hasta consumar su Pascua y el Éxodo de sí en la apertura total de su Corazón traspasado en la Cruz. Y permanecer en la unción es pasar haciendo el bien; un bien que no es una posesión constatable sino que se difunde como el perfume de nardo puro con el que María ungió al Señor. Esto es lo que irritó a Judas, que había perdido la unción y ya no podía gozar de la fragancia que perfumaba toda la casa. La intangibilidad de la unción del Espíritu suele reemplazarse, cuando se la pierde, con la tangibilidad contante y sonante del dinero. Pensemos en la autoreferencialidad contable de tantas personas e instituciones de Iglesia. ¿Qué tal su permanencia en la unción? Cuando, en el desierto, el pueblo se cansó de la unción, se fabricó un becerro de oro (Ex. 32: 1-6)
La permanencia en la unción se define en el caminar y en el hacer. Un hacer que no sólo son hechos sino unestilo que busca y desea poder participar del estilo de Jesús. El “hacerse todo a todos para ganar a algunos para Cristo” va por este lado. Como ungidos se trata de participar de esa unción, la que le da el latir manso y humilde al Corazón del Señor; participar de esa unción que lo llena de gozo cuando ve cómo el Padre lo hace todo bien y le revela sus cosas a los pequeños; participar de esa unción que cubre todo su Cuerpo en la pasión haciendo que sus llagas, untadas con el remedio de la caridad, se conviertan en llagas sanadoras; participar de esa unción con el óleo de la alegría de la resurrección, que se trasunta en el oficio de consolar a los amigos.
Pero es precisamente en el modo de anunciar y de defender la verdad donde mejor podemos contemplar el estilo del Ungido y su modo de proceder. Aquí resalta sobremanera la paciencia que el Señor tenía para enseñar. La paciencia con la gente (los evangelistas nos hacen notar cómo Jesús se pasaba horas enseñando y charlando con la gente, aunque estuviera cansado); y la paciencia con los discípulos (cómo les explicaba las parábolas cuando se quedaban a solas, con cuánto buen humor les hacía confesar que habían estado charlando acerca de quién era el más importante., cómo los fue preparando para su cruz y para que lo supieran reconocer luego en la increíble alegría de la resurrección). La imagen más linda, quizá, de esta unción para enseñar es la del Peregrino de Emaús. Ellos le hablan y le hablan y Él los escucha pacientemente mientras los va haciendo sentir y gustar internamente lo bueno que es andar en su compañía, de modo tal que cuando hace ademán de seguir de largo sienten que no quieren que se vaya y les nace invitarlo a pasar. Entonces “se le abren los ojos” y lo reconocen al partir el pan. ¡La unción con que el Señor partía el pan y se lo daba! Es la unción al celebrar la Eucaristía que quedó grabada en la memoria de la Iglesia y de la cual cada uno de nosotros, sacerdotes, participamos. En la fórmula común de la Iglesia cada uno pone lo más especial de su corazón al consagrar, y suele ser gracia participada de algún otro sacerdote que le hizo sentir la unción del Señor. Permanecer en la unción, permanecer en la escucha de la Palabra como quien comparte el pan.
Dejemos de lado, por el momento, la agudeza y la chispa del Señor para sacar enseñanza de todo lo cotidiano y también en la elaboración magistral de las parábolas, que son a prueba de ilustrados, y contemplemos cómo se manifiesta la unción del Señor para combatir el error y las insidias de sus enemigos. Nunca se fue de boca el Señor. Y eso que tenía capacidad y motivos para ser irónico, o para mostrarse despechado o ser mordaz. Su no dialogar con el demonio (porque con el demonio no se debe dialogar), su dominio de la lengua con los escribas y fariseos, su silencio ante los poderosos, su no desquitarse con los débiles que se contagiaban y hacían leña del árbol caído. nos hablan de este modo de proceder del Ungido del cual se nos invita a participar. Toda esta parte, “negativa”, si se quiere, de dominio de sí, es la contra­cara necesaria de esa palabra buena que sembraba hondo en el corazón de los humildes. El Ungido a quien seguimos no se impone con arranques prepotentes ni maltrato a los fieles. El que es la Palabra unge penetrando mansamente en el interior del que tiene buena voluntad y blindando el corazón para que ninguna palabra pueda ser mal usada por el enemigo.
Hoy día, quizá más que nunca, necesitamos esta gracia de la unción de la Palabra. Necesitamos escuchar palabras ungidas que nos permitan interiorizar la verdad de manera tal que no tengamos temor a perder libertad por obedecer palabras del Señor o de la Iglesia: la palabra ungida nos enseña desde adentro. Necesitamos también escuchar palabras ungidas que nos tornen alérgicos a toda mala palabra, esas que dejan mal gusto en la boca y agrian el corazón. Nuestro pueblo fiel necesita que le prediquemos palabras ungidas, que le lleguen al corazón y se lo hagan arder como las palabras del Señor hicieron arder el corazón de los discípulos de Emaús, palabras ungidas que le defiendan el corazón para que no lo penetre tanta mala palabra, tanto chisme y chabacanería, tanta mentira y tanta palabra interesada. Estos modos de hablar, que hoy se escuchan por todos lados y todo el tiempo son los que atacan y muchas veces hacen perder la unción.
Ungidos en el Ungido miremos hoy a nuestra Madre y pidámosle que cuide la unción en nuestro corazón.
Y   que la cuide también en nuestra mirada y en nuestras manos. Que con ese modo suyo de proceder, tan de su Hijo, modo de proceder que ella primero le inculcó y luego, como discípula, aprendió de Él, nos hable la verdad y lo haga -como buena macabea- en aquel lenguaje materno (cfr. 2 Mac. 7:21,27) que nos lleva irresistiblemente a permanecer en Jesús. Que su bondad nos ayude a comprender que la unción no se manifiesta en una pose hierática y artificiosa en nuestro modo de ser, sino en el andar como Él anduvo; nos ayude a guardar la palabra con unción y con unción miremos y trabajemos. Y de manera especial le pedimos que no salga de nuestra boca palabra que no sea edificante sino que, guardando y rumiando las cosas de su Hijo en nuestro corazón, nos broten palabras que alegren al Santo Pueblo fiel de Dios, según los pasos del Ungido que vino para anunciarle la Buena Nueva.

Homilía del Sr. Arzobispo en la Vigilia Pascual
A la madrugada salieron de su casa hacia el sepulcro. Antes habían comprado los perfumes para ungir el cuerpo de Jesús. Preparando todo, prácticamente habían pasado la noche en vela hasta que hubiera luz suficiente para ir apenas salido el sol. Nosotros también esta noche estamos en vela, no preparándonos para ungir el cuerpo del Señor sino recordando las maravillas de Dios en la historia de la humanidad. Principalmente recordamos que Él aquella misma noche de la gran maravilla la pasó en vela: “El Señor veló durante aquella noche para hacerlos salir de Egipto” (Ex. 12:42) Esta vigilia responde a un mandato de gratitud: “por eso todos los israelitas deberán velar esa misma noche en honor del Señor a lo largo de las generaciones” (ibid).
Igual que a los Israelitas es posible que nuestros hijos, nuestros conocidos, nos pregunten el porqué de esta vigilia. La respuesta ha de surgir de lo más hondo de nuestra memoria de pueblo elegido del Señor: “con el poder de su mano el Señor nos sacó de Egipto, donde fuimos esclavos” (Ex. 13: 13:14). Así es; “ésta es la noche en que el Señor sacó de Egipto a nuestros Padres, los hijos de Israel, y los hizo pasar a pie por el mar Rojo”; “la noche que disipó las tinieblas de los pecados con el resplandor de una columna de fuego” (cfr. Ex. 13:21); la noche en que nosotros, pecadores, somos restituidos a la gracia; “la noche en que Cristo rompió las ataduras de la muerte y surgió victorioso de los abismos”. Esta es la noche en la que se consolida la libertad. Por eso “esta noche es clara como el día”
Con la luz de lo que celebramos en esta vigilia seguirá adelante nuestra vida y, como les pasó a nuestros Padres en el desierto, nos sucederá también a nosotros. Muchas veces las dificultades, las distracciones del camino, los dolores y penas, obnubilarán el gozo e incluso la certeza de esta libertad regalada, y podremos llegar hasta la añoranza de las “cosas lindas” que tenía la esclavitud, los ajos y la cebollas de Egipto (cfr. Num.11: 4-6); incluso puede dominarnos la impaciencia y llevarnos a optar por la coyuntural inmediatez de los ídolos (cfr. Ex. 32: 1-6). En esos momentos pareciera que el sol se esconde, vuelve la noche y la libertad regalada entra en eclipse. A María Magdalena, a María de Santiago y a Salomé, con el día ya amanecido, se les vino encima otra noche, la noche del miedo, y “salieron corriendo del sepulcro” (Mc. 16: 8).
Salieron corriendo sin decir nada a nadie. El miedo les hizo olvidar lo que acababan de escuchar: “Ustedes buscan a Jesús de Nazareth, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí”. El miedo las enmudeció para que no pudieran proclamar la noticia. El miedo les paralizó el corazón y se acaracolaron en la seguridad de un fracaso seguro en vez de dar lugar a la esperanza, ésa que les decía: vayan a Galilea, allí lo verán. Y así también nos sucede a nosotros: como ellas le tenemos miedo a la esperanza y preferimos acovacharnos en nuestros límites, mezquindades y pecados, en las dudas y negaciones que, bien o mal, nos prometemos poder manejar. Ellas venían en son de duelo, venían a ungir un cadáver. y se quedan en eso; así como los discípulos de Emaús se encapsulan en la desilusión (cfr. Lc. 24: 13-24). En el fondo, le tenían miedo a la alegría. (cfr. Lc. 24; 41).
Y    la historia se repite. En esas noches nuestras, noches de miedo, noches de tentación y prueba, noches en que quiere reinstalarse la esclavitud vencida, el Señor sigue velando como lo hizo aquella noche en Egipto; y con palabras dulces y paternales nos dice: “¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas? Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean” (Lc. 24: 39) o, a veces con un poco más de energía: “¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en la gloria?” (Lc. 24: 25-26). El Señor Resucitado siempre está vivo a nuestro lado.
Cada vez que Dios se manifestaba a un israelita procuraba disiparle el miedo: “No temas”, le decía. Lo mismo hace Jesús: “no temas”, “no tengas miedo”. Es lo que el Ángel les dice a estas tres mujeres a las que el miedo las impelía a optar por el velorio. Esta noche de vigilia digámosnoslo unos a otros: no tengas miedo, no temamos; no esquivemos la certeza que se nos impone, no rechacemos la esperanza. No optemos por la seguridad del sepulcro, en este caso no vacío sino lleno de la inmundicia rebelde de nuestros pecados y egoísmo. Abrámosnos al don de la esperanza. No temamos la alegría de la Resurrección de Cristo.
Esa noche también Ella, la Madre, estaba en vela. Sus entrañas le hacían intuir la cercanía de esa vida que concibiera en Nazareth y su fe consolidaba la intuición. A Ella le pedimos que, como primera discípula, nos enseñe a perseverar en la vigilia, nos acompañe en la paciencia, nos fortalezca en la esperanza; le pedimos que nos lleve hacia el encuentro con su Hijo Resucitado; le pedimos que nos libre del miedo, de tal manera que podamos escuchar el anuncio del Ángel y también salir corriendo. pero no de susto sino para anunciarlo a otros en esta Buenos Aires que tanto lo necesita.
Buenos Aires, 7 de abril de 2012

Desgrabación de la Homilía del Sr. Arzobispo de Buenos Aires Cardenal Jorge Mario Bergoglio s.j., pronunciada en la Catedral Metropolitana con motivo de la Misa por la Educación.
La primera lectura nos describía como era la vida de los primeros cristianos, y la pincelada del apóstol es muy sencilla: “la multitud de los creyentes tenia un solo corazón y una sola alma”, es decir, vivían en armonía. Las primeras comunidades cristianas habían comprendido que el mensaje de Jesús, vivido maduramente, los llevaba a una vida de armonía; y aunque había conflictos, los superaban para salvaguardar esta armonía. Cuando vi el texto antes de la misa me quedé pensando en este modo de vivir de aquellas primeras comunidades cristianas y la misa de hoy. Y pensé si nuestro trabajo educativo no tendría que ir por este camino de lograr la armonía: la armonía en todos los chicos y chicas que nos han confiado, la armonía interior, la de su personalidad. Es trabajando artesanalmente, imitando a Dios, 'alfarereando' la vida de esos chicos, como podremos lograr la armonía. Y rescatarlos de las disonancias que son siempre oscuras; en cambio, la armonía es luminosa, clara, es la luz. La armonía de un corazón que crece y que nosotros acompañamos en este camino educativo es el que hay que lograr.
Una armonía que tiene dos puntos referenciales clave: se forma en la conjugación entre el límite y el horizonte; una educación solamente enfocada en un límite anula las personalidades, quita la libertad, apoca a la persona, no se puede educar a puro límite, a puro “no.. no se puede”, “no se puede”, “no se puede” o “hacelo así!”... No! Esto no deja crecer y, si crece, lo hace mal. Tampoco con una armonía que sea puro horizonte, puro disparo al futuro sin ningún punto de apoyo, eso no es armonía sino que es una educación que termina en la desorientación total del vale todo, en el relativismo existencial que es uno de los flagelos más grandes que están recibiendo los chicos como oferta. Muchas veces pienso, cuando veo este existencialismo tan relativo que se le propone a los chicos en todos lados y que no tiene punto de referencia, en nuestro profeta porteño:”Dale que va. todo es igual. total en el horno se vamo a encontrar” Entonces estos chicos, que no tienen una contención de límites y están disparados al futuro, están en el horno! Ahora!
Y    nos vamos a encontrar en el horno! Y en el futuro tendremos hombres y mujeres en el horno!
Las dos cosas: saber conducir a la armonía, saber alfarerear el corazón joven entre los límites y los horizontes. Un educador que sabe moverse entre estas dos puntas hace crecer, un educador que se mueve en la tensión entre estos dos puntos es un educador que hace madurar. Mas aún, moverse entre estas dos puntas es confiar en los chicos, saber que hay material humano grande! Solamente hay que incentivarlos! Y de esos somos testigos acá: ahí está el olivo plantado hace diez años después de una Carpa de la Paz, eso lo hicieron los chicos porque se los incentivó a trabajar por la paz! En el 2007 los mismos chicos trabajaron en el proyecto Ciudad Educativa que fue llevado a la Legislatura y fue aprobado. lo hicieron ellos! Son capaces de eso! Y ahora, en este trabajo de Escuela de Vecinos, con chicos de escuelas de gestión estatal y de gestión privada, todos juntos y de diferentes credos, todos juntos están mostrando la capacidad creativa que tienen nuestros chicos; y Buenos Aires está creando conciencia, nos están pidiendo el trabajo de la Escuela de Vecinos en otras localidades del país. Y menciono tres cosas nomás que hicieron nuestros chicos pero podría mencionar más! Y las hicieron porque fueron conducidos entre el límite y el horizonte. Este es nuestro desafío hoy: crear armonía entre el límite y el horizonte.
Estos chicos son los que van a recibir a nuestra generación. Y nos queda la pregunta sobre como van a estar cuando nos reciban a nosotros.Tendrán la suficiente armonía interior? Tendrán el suficiente basamento interior del límite y la suficiente esperanza en el horizonte para recibirnos como aquellos que los precedieron en la vida, que hicieron el camino de la sabiduría? O estarán en la pavada y nos dejarán en un geriátrico maloliente, más parecido a un volquete que a una casa de personas? Sabremos rescatar a esta juventud de la cultura del volquete que se está instalando? Y ahora que estamos tan sensibles, y está bien que así sea, de todo lo que sea colonización de nuestra soberanía, ¿Somos sensibles también de cualquier colonización exacerbada que aliena a nuestros de chicos de cualquier armonía y que después de usarlos los dejan tirados al borde del camino? ¿Somos sensibles a esta colonización conducida por las drogas, el alcohol, la falta de límites?
Estos chicos son los que nos recibirán a nosotros. Les vamos entregar la bandera: una pregunta, como la llevamos nosotros. ¿Bien alta? ¿Y ellos como serán capaces de recibirla? Serán hombres y mujeres que solamente tendrán mística de bandera a media asta y de ahí no suben? O serán hombres y mujeres preparados en armonía y con el horizonte certero que llevarán la bandera hasta lo mas alto del mástil? Eso es lo que vamos a pedir hoy: La gracia de saber educar en la armonía. De saber amasar estos corazones jóvenes para que vivan en libertad, lejos de toda opción esclavizante, colonizante y que quita la libertad. Buenos Aires, Miércoles 18 de abril de 2012.
Cardenal Jorge M. Bergoglio, s.j.

Homilía del Sr. Arzobispo de Buenos Aires Cardenal Jorge Mario Bergoglio s.j., pronunciada en el Te Deum en la Catedral Metropolitana
“Un escriba que los oyó discutir, al ver que les había respondido bien, se acercó y le preguntó. “”¿Cuál es el primero de los mandamientos?”. Jesús respondió: “El primero es: Escucha Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor, y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento más grande que éstos.”El escriba le dijo. “Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que hay un solo Dios y no hay otro más que El, y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y todos los sacrifcios.”Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo: “Tú no estás lejos del Reino de Dios”. Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.” (Mc. 12: 28-34)
La celebración de mayo de 1810, en este sexenio del bicentenario de la Patria, nos remite una y otra vez alos fundamentos de nuestro convivir diario familiar y social y, por tanto, sociopolítico también. Aquellos primeros movimientos y acuerdos básicos dieron comienzo a un proceso, a un torbellino de sucesos que generaron la independencia posterior de la Nación en la que hoy habitamos y en la que queremos ser ciudadanos protagonistas.
El Evangelio que acabamos de escuchar nos acerca a una situación de repentina pero profunda comunión de sentimientos justo en momentos en los que en torno a Jesús comenzaron a darse muchos desacuerdos en su contra: los del poder de turno, los de los religiosos y de una parte de la multitud que empieza a distanciarse o serle indiferente.
Un escriba, por tanto alguien poco propenso a acordar con el Maestro de Nazareth, se le acerca con curiosidad, más intelectual e inquisidora, a probar su solidez doctrinal. Pero se lleva una sorpresa: no sólo se encuentra con un compatriota que conoce la justicia de Dios sino que además tiene un corazón noble. Se encuentra con alguien que lo invita a la plenitud: “no estás lejos del Reino de los cielos”. El potencial antagónico se ve enaltecido al mismo nivel de hermandad por pura invitación y estima de aquel corazón noble de Jesús el Maestro, quien le ofrece la comunidad del Reino para su plenitud. Sólo la nobleza de corazón, de un corazón que no puede dejar de amar, tal como lo anuncia el mandamiento sobre el que dialogan, puede tender puentes y vínculos. Sólo el amor es plenamente confiable o, al decir de la Doctora del amor, Santa Teresita, “es la confianza y sólo la confianza la que deberá conducirnos al amor”. Salvando los vaivenes de la historia y las ambigüedades de los hombres, nuestros padres de Mayo, con sus muchas diferencias y errores, apostaron a la confianza mutua que es raíz y fruto del amor. La confianza de poder poner las bases para conducir nuestro propio destino y todo lo que simbolizamos como Patria y Nación. Y sin enunciados previos, un verdadero amor social se fue dando en el sacrificio diario de la construcción de esta Nación. Sangre y trabajo, renuncias y destierros llenan las páginas de nuestra historia. Aun oponiéndose el odio fratricida y las ambiciones particulares que traban y atrasan, no hacen sino confirmar que el amor a aquel proyecto fundante iba llevando a cabo este sueño de ser argentino. Inconcluso o truncado, herido o debilitado, el sueño está ahí para seguir siendo realizado y el Evangelio que hoy nos ilumina nos recuerda el amor fundante.
Un amor que exige “todo tu corazón y tu alma, tu espíritu y tus fuerzas” porque Jesús sabe, como lo sabían los sabios de Israel, que quien ama así a Dios no teme hacerlo con los demás, le sale solo y ligero. Los que aman con todo su ser, aun llenos de debilidades y límites, son los que vuelan con ligereza, libres de influencias y presiones. Quien no ama de “corazón y espíritu” se arrastra pesadamente entre sus especulaciones y miedos, se siente perseguido y amenazado, necesita reforzar su poder sin parar ni medir las consecuencias.
Jesús no da sólo un mandamiento en el sentido más común de la palabra sino que proclama la única forma de fundar un vínculo y una comunidad que sea humanizadora: el amor gratuito, sin reclamos,que es consistente por convicciones, que siente y piensa a los otros como prójimos, es decir como a sí mismo. Es cierto que resulta difícil encontrar un ser humano que no sienta la necesidad, la carencia o el deseo dirigido al amor, pero también es verdad que nuestras limitadas condiciones siempre lo estrechan y repliegan a los propios intereses. El amor que propone Jesús es gratuito e ilimitado y por ello muchos lo consideran, a El y su enseñanza, un delirio, una locura y prefieren conformarse con la mediocridad ambigua. sin críticas ni desafíos. Y esos mismos predicadores de la mediocridad cultural y social reclaman, cuando sus intereses se ven afectados, actitudes éticas por parte de los demás y de las autoridades. Pero ¿en qué se puede fundar una ética sino en el interés que “el otro” y “los otros” me despiertan desde el amor como convicción y actitud fundamental?, es decir desde esta “locura” que Jesús propone.
Esta “locura” del mandamiento del amor que propone el Señor y nos defiende en nuestro ser aleja también las otras “locuras” tan cotidianas que mienten y dañan y terminan impidiendo la realización del proyecto de Nación: la del relativismo y la del poder como ideología única. El relativismo que, con la excusa del respeto de las diferencias, homogeiniza en la transgresión y en la demagogia; todo lo permite para no asumir la contrariedad que exige el coraje maduro de sostener valores y principios. El relativismo es, curiosamente, absolutista y totalitario, no permite diferir del propio relativismo, en nada difiere con el “cállese” o “no te metas”.
El poder como ideología única es otra mentira. Si los prejuicios ideológicos deforman la mirada sobre el prójimo y la sociedad según las propias seguridades y miedos, el poder hecho ideología única acentúa el foco persecutorio y prejuicioso de que “todas las posturas son esquemas de poder” y “todos bus can dominar sobre los otros”. De esta manera se erosiona la confianza social que, como señalé, es raíz y fruto del amor. Jesús, en cambio, manifestó el poder del amor como servicio. Por más que se lo destruya el poder del amor como servicio siempre resucita. Su fuente está más allá de toda indicación humana; es la paternidad amorosa de Dios, fuente inalcanzable e incuestionable. El amor procurado por uno al otro hace que éste no sea manipulado ni malintepretado. Sólo lo superior, el amor de Dios, afianza el poder de Jesús.
Nosotros somos invitados a refundarnos en la soberanía del amor simple y profundo, del amor que hoy escuchamos en el Evangelio, mandamiento que anuda el amor de Cristo y de Dios Padre en los vínculos y la dignidad de los otros amados como “a nosotros mismos”. Pero, en cambio, cuando se utiliza el nombre de Dios para someter y violentar, o a cualquier otra entidad real o ideológica para lo mismo, se cae en pura idolatría y, cuando lo hacemos, no obramos como El obra con nosotros.
Esta fecha patria es un momento propicio para detenernos y preguntarnos por “el corazón, el alma, el espíritu y las fuerzas” de nuestro amor ciudadano y familiar. Ese amor que nos enseña a vivir bien y ayudar en el crecimiento de los otros, que son como nosotros, que merecen el amor como nosotros por ser personas y compatriotas. Ningún sistema o ideología asegura por sí mismo este cuidadoso y justo trabajo político del bien de los otros, de todos nosotros. Para ello hace falta vivir el amor como don preciado e invocado, que inspira la ética y el sacrificio, la prudencia y la decisión. Entonces, ante este mandamiento que pide todas nuestras fuerzas, ante este don que ayuda a fundar nuestra conciencia cívica y política más honda y que, sobre todo, pide un corazón noble, nos hará bien hoy, con coraje genuino, hacer un examen de conciencia y preguntarnos en concreto sobre una realidad cotidiana que precisamente es lo contrario al amor, es consecuencia del desamor: ¿qué nos lleva a ser cómplices, con nuestra indiferencia, de las manifestaciones de abandono y desprecio hacia los más débiles de la sociedad?.
Porque en la voracidad insaciable de poder, consumismo y falsa eterna - juventud, los extremos débiles son descartados como material desechable de una sociedad que se torna hipócrita, entretenida en saciar su “vivir como se quiere” (como si eso fuera posible), con el único criterio de los caprichos adolescentes no resueltos. Parecería que el bien público y común poco importa mientras sintamos el “ego” satisfecho. Nos escandalizamos cuando los medios muestran ciertas realidades sociales. pero luego volvemos al caparazón y nada nos mueve hacia esa consecuencia política que está llamada a ser la más alta expresión de la caridad. Los extremos débiles son descartados: los niños y los ancianos.
A veces se me ocurre que, con los niños y los jóvenes, somos como adultos abandónicos que prescindimos de los pequeños porque nos enrostran nuestra amargura y vejez no aceptada. Los abandonamos al arbitrio de la calle, al “sálvese quien pueda” de los lugares de diversión o al anonimato pasivo y frío de las tecnologías. Dejamos todo a su cuidado y los imitamos porque no queremos aceptar nuestro lugar de adultos, no entendemos que la exigencia del mandamiento del amor es cuidar, poner límites y abrir horizontes, dar testimonio con la propia vida. Y, como siempre, los más pobres encarnan lo más trágico del filicidio social: violencia y desprotección, tráfico, abusos y explotación de menores.
Y   también los ancianos son abandonados, y no sólo en la precariedad material. Son abandonados en la egoísta incapacidad de aceptar sus limitaciones que reflejan las nuestras, en los numerosos escollos que hoy deben superar para sobrevivir en una civilización que no los deja participar, opinar ni ser referentes según el modelo consumista de “sólo la juventud es aprovechable y puede gozar”. Esos ancianos que deberían ser, para la sociedad toda, la reserva sapiencial de nuestro pueblo.
¡Con qué facilidad, cuando no hay amor, se adormece la conciencia! Tal adormecimiento señala cierta narcosis del espíritu y de la vida. Entregamos nuestras vidas y, mucho peor, las de nuestros niños y jóvenes, a las soluciones mágicas y destructivas de las drogas (legales e ilegales), del juego legalizado, de la medicación fácil, de la banalización hueca del espectáculo, del cuidado fetichista del cuerpo. Las encapsulamos en el encierro narcisista y consumista. Y, a nuestros ancianos, que para este narcisismo y consumismo son material descartable, los tiramos al volquete existencial. Y así, la falta de amor instaura la “cultura del volquete”. Lo que no sirve, se tira.
Esta exclusión, verdadera anestesia social, se refuerza, por una parte, con las representaciones identitarias del discurso mediático de denigración de todo lo que no responda a la ideología de la moda y, por otra parte, con la confusa difusión del modelo del “vínculo líquido” sin compromiso como nuevo núcleo familiar, para que siga produciendo sujetos que traen al mundo hijos que continúen sintiendo la desorientación de adultos que no saben amar. Abandonan y desamparan reproduciendo así, trágicamente en su descendencia, sus propios vacíos interiores. No nos debe extrañar, entonces, que se expanda la violencia contra los niños e indefensos, debe más bien alarmarnos nuestra capacidad de mirar hacia otro lado y de hacernos los distraídos, nuestra cobardía.
El vacío de amor, su vulgarización y bastardeo permanente, aun desde algunos discursos pseudoreligiosos, no sólo nos deshumaniza sino que, por ende, nos despolitiza. El amor, en cambio, impulsa al cuidado de lo común y sobre todo del Bien común que potencia y beneficia los bienes particulares. Una política sin mística para los demás, sin pasión por el bien, termina siendo un racionalismo de la negociación o un devorarlo todo para permanecer por el solo goce del poder. Aquí no hay ética posible simplemente porque el otro no despierta interés.
Contemplar la forma en que Jesús vivió y transmitió su mandamiento del amor me inspira una reflexión: daría la impresión de que resulta débil para las pretensiones de potencialidad sin límites del hombre de hoy, quien parece mostrar una sed de poder que huye de toda sensación de debilidad. No soportamos vernos débiles. El diálogo y la búsqueda de las verdades que nos llevan a construir un proyecto común implican escucha, renuncias, reconocimiento de los errores, aceptación de los fracasos y equivocaciones. implican aceptar debilidad. Pero da la impresión de que siempre caemos en lo contrario: los errores son cometidos por “otros” y seguramente en “otro lado”. Crímenes, tragedias, pesadas deudas que debemos pagar por hechos de corrupción.pero, “nadie fue”. Nadie se hace cargo de lo que hay que hacer y de lo hecho. Parecería un juego inconsciente: “nadie fue” es, en definitiva, una verdad y quizás hemos logrado ser y sentirnos “nadie”.
Y    respecto del poder: el ejercicio de buscar poder acumulativo como adrenalina es sensación de plenitud artificial hoy y autodestrucción mañana. El verdadero poder es el amor; el que potencia a los demás, el que despierta iniciativas, el que ninguna cadena puede frenar porque hasta en la cruz o en el lecho de muerte se puede amar. No necesita belleza juvenil, ni reconocimiento o aprobación, ni dinero o prestigio. Simplemente brota. y es imparable; y si lo calumnian o destruyen más reconocimiento incuestionable adquiere. El Jesús débil e insignificante a los ojos de los politólogos y poderosos de la tierra revolucionó el mundo.
El mandamiento del amor apunta a que sintamos el llamado a trabajar nuestra capacidad de amar. No es, sin más, un impulso puro de la naturaleza, sino un don que, desde nuestro natural y desde la iniciativa de Dios, nos consolida como personas si le damos cabida y cultivo. En cambio, sin amor el alma se marchita y endurece, se vuelve fácilmente cruel. No por nada nuestros antiguos tomaron el término castizo de “desalmado” para quien no tiene compasión ni consideración al otro. El amor inspira la nobleza en el escriba y en Jesús a pesar de pensar distinto. Y “nobleza obliga”. Jesús abre la puerta a construir el Reino; la confianza mutua, basada en la confianza en lo superior, nos facilita no sólo la convivencia sino el construir común de una comunidad nacional que nos beneficie.
El amor hoy nos invita a proceder sin cortoplacismos, ocupándonos de las generaciones que vienen y no entregándolas a tendencias facilistas. Nos invita a proceder sin relativismos inmaduros, displicentes y cobardes. Nos invita a proceder sin narcotizarnos frente a la realidad y sin psicología de avestruz escondiendo la cabeza ante fracasos y errores. El amor nos invita a aceptar que, en la misma debilidad, está toda la potencialidad de reconstruirnos, reconciliarnos y crecer.
Lejos de ser un sentimentalismo común, y una mera impulsividad, el amor es una tarea fundamental, sublime e irreemplazable que hoy se torna una necesidad para ser propuesta a una sociedad deshumanizada. Lo ha señalado en dos de sus Encíclicas el Papa Benedicto XVI quien nos recuerda que todo el ascenso de la maravillosa fuerza vitalizadora del amor de deseo del hombre no se completa ni ennoblece ni encuentra su real sentido último sin el Amor como Don que proviene de Dios. Sólo así viviremos nuestros esfuerzos, logros y fracasos con un sentido sólido y refundante, aunque sean mezclados y conflictivos como los de mayo de 1810. Ya conocemos hacia donde nos llevan las pretensiones voraces de poder, la imposición de lo propio como absoluto y la denostación del que opina diferente: al adormecimiento de las conciencias y al abandono. Sólo la mística simple del mandamiento del amor, constante, humilde y sin pretensiones de vanidad pero con firmeza en sus convicciones y en su entrega a los demás podrá salvarnos.
María de Luján, modelo de amor, de amor silencioso y paciente, no dejará de acompañarnos y bendecirnos al pie de nuestra cruz y en la luz de la esperanza.
Buenos Aires, 25 de mayo de 2012 Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.

Homilía del Sr. Arzobispo durante la Misa de Corpus Christi
El primer día de la fiesta de los panes ácimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, los discípulos dijeron a Jesús: “¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la comida pascual?”
Él envió a dos de sus discípulos , diciéndoles: “Vayan a la ciudad; allí se encontrarán con un hombre que lleva un cántaro de agua. Síganlo, y díganle al dueño de la casa donde entre: El Maestro dice: “¿Dónde está mi sala, en la que voy a comer el cordero pascual con mis discípulos?” Él les mostrará en el piso alto una pieza grande, arreglada con almohadones y ya dispuesta; prepárennos allí lo necesario”.
Los discípulos partieron y, al llegar a la ciudad, encontraron todo como Jesús les había dicho y prepararon la Pascua.
Mientras comían, Jesús tomó el pan , pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: “Tomen, esto es mi Cuerpo”.
Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, y todos bebieron de ella. Y les dijo: “Ésta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos. Les aseguro que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios”. (Mc 14,12-16.22-26).
La pregunta de los discípulos «¿Dónde quieres que vayamos a preparar la cena de la pascua?» suscita una particular respuesta del Señor -“vayan a la ciudad, se encontrarán con un hombre que lleva un cántaro de agua, síganlo, donde entre digan al dueño: El Maestro dice ‘dónde está mi sala en la que voy a comer la Pascua con mis discípulos’.”-. ¡Y pasó tal cual! El Señor ya lo había pensado y preparado cuidadosamente. Para celebrar la cena de Pascua quiso elegir esta salagrande, alfombrada y con todo dispuesto”.
¡Cómo el Señor preparaba las cosas! Y cómo los hizo participar a sus discípulos de la preparación de ese acontecimiento tan sagrado y tan especial como fue la Última Cena.
La Eucaristía es la vida de la Iglesia, es nuestra vida. Pensemos en la Comunión que nos une con Jesús al recibir su Cuerpo y su Sangre. Pensemos en su sacrificio redentor (porque lo que comemos es su “Carne entregada por nosotros” y lo que bebemos es su “Sangre derramada para el perdón de los pecados”). De toda esta riqueza de amor de la Eucaristía hoy miramos especialmente su preparación.
Jesús le dio mucha importancia a esto de preparar. Es una de las tareas que se reserva para sí en el Cielo: “Voy a preparar un lugar para ustedes. Y si me voy y les preparo lugar, vendré otra vez y los tomaré conmigo, para que donde yo esté, estén también ustedes” (Juan 14, 4 ss.). En esta dinámica de “estar preparándonos un lugar en el Cielo”, la Eucaristía es ya un anticipo de ese lugar, una prenda de la Gloria futura: cada vez que nos reunimos para comer el Cuerpo de Cristo, el lugar en el que celebramos se convierte por un rato en nuestro lugar en el cielo, Él nos toma consigo y estamos con Él. Todo lugar en el que se celebra la Eucaristía -sea una Basílica, una humilde capillita o una catacumba- es anticipo de nuestro lugar definitivo, anticipo del Cielo que es la comunión plena de todos los redimidos con el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo.
Así nos sentimos aquí, esta tarde, en la fiesta del Corpus: nos sentimos en nuestro lugar común, reunidos donde Él está. Y su manera de estar es la del Resucitado que prepara la comida para los discípulos que habían pasado toda la noche sin pescar nada. Juan nos dice que apenas bajaron a tierra los discípulos vieron preparadas unas brasas y un pez sobre ellas y pan (cfr. Jn 21, 9). Esa es la imagen verdadera de quién es Jesús para nosotros: El que cada día nos prepara la Eucaristía. Y en esta tarea estamos todos invitados a participar con nuestras buenas obras. A esto se refieren las parábolas del Señor que nos urgen a “estar preparados” para su venida. Preparados como “el servidor fiel y prudente que distribuye a cada uno la comida a su tiempo” (Mt 24, 45).
Así como es lindo después de comulgar, pensar nuestra vida como una Misa prolongada en la que llevamos el fruto de la presencia del Señor al mundo de la familia, del barrio, del estudio y del trabajo, así también nos hace bien pensar nuestra vida cotidiana como preparación para la Eucaristía, en la que el Señor toma todo lo nuestro y lo ofrece al Padre.
Como los discípulos le podemos preguntar hoy de nuevo a Jesús ¿dónde quieres que te preparemos la Eucaristía? Y él nos hará sentir que también hoy Él tiene todo preparado. Hay muchos cenáculos en nuestra ciudad donde el Señor ya comparte su pan con los hambrientos, hay muchos lugares bien dispuestos donde está encendida la luz de su Palabra, en torno a la cual se juntan sus discípulos. Hay mucha gente que camina con sus cántaros de agua viva y va dando de beber la palabra del evangelio a nuestra sociedad sedienta de espíritu y de verdad. Hoy muchos jóvenes han recorrido un camino para llegar desde nuestras parroquias a la Catedral, vienen con las ofrendas y peticiones que han preparado y recogido en su peregrinación para ofrecerlas con el Señor a Dios nuestro Padre. Vemos cómo la Misa tiene otro sentido cuando nos hemos preparado y hemos caminado para llegar a ella.
Aquí es precisamente donde la procesión del Corpus por las calles de nuestra Ciudad, alrededor de nuestra Plaza de Mayo, lugar de reunión de nuestro Pueblo, tiene un sentido hondo y se constituye en un verdadero llamado. Jesús nos prepara un lugar para estar con nosotros pero no se trata de un lugar estático y cerrado sino dinámico y abierto, como la orilla del lago en la mañana de la pesca milagrosa. El lugar en el que el Señor quiere que preparemos su Eucaristía es todo el suelo de nuestra patria y de nuestra ciudad, simbolizada en esta Plaza. Por eso preparamos la Eucaristía caminando, como señal de inclusión, abriendo lugar para que entremos todos, saliendo hacia todas las orillas existenciales. En esta sociedad de tantos lugares cerrados, de tantos cotos de poder, de sitios exclusivos y excluyentes, queremos preparar para el Señor una “sala grande” como esta Plaza, grande como nuestra Ciudad, como nuestra Patria y como el mundo entero, en la que haya lugar para todos. Porque así son los banquetes del Señor. Fiesta en las que la sala, a la que muchos invitados despreciaron, se llena de invitados humildes que quieren participar con alegría de la Acción de Gracias del Señor.
Caminando con el Señor y rodeando de amor esta plaza, abrazamos a nuestra Patria entera con nuestra fe y nuestra esperanza, y pedimos a Dios con deseo ardiente que se transforme en lugar para la Eucaristía: donde todos damos gracias, todos estamos invitados a participar del Pan de Vida, todos podemos compartir y dar lo mejor de nosotros mismos para bien común de todos, especialmente de los más frágiles y desamparados. Y le preguntamos:
¿Dónde quieres Señor que te preparemos hoy tu Eucaristía?
¿Dónde quieres que caminemos en actitud de adoración y de servicio?
¿Dónde quieres que te abramos la puerta para que nos partas el Pan?
¿A quiénes quieres que sigamos, portadores de Agua viva, maestros de la verdad?
¿A quiénes quieres que salgamos a invitar -pobres y enfermos, justos y pecadores- en los cruces de caminos?
Con estas preguntas en el corazón y en los labios, después de comulgar con el Señor, saldremos a caminar acompañando a Jesús Sacramentado, pidiendo a María, esa prontitud para ponerse en camino e ir a servir que le imprimió su Hijo, apenas encarnado en su seno virginal. Nadie mejor que ella para enseñarnos a preparar una linda Eucaristía, en la que haya pan para todos y no falte la alegría, el vino del Espíritu, como en Caná.
Buenos Aires, 9 de junio de 2012
Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.


Homilía del Sr. Arzobispo en la fiesta de San Cayetano
Al enterarse de eso, Jesús se alejó en una barca a un lugar desierto para estar a solas. Apenas lo supo la gente, dejó las ciudades y lo siguió a pie. Cuando desembarcó, Jesús vio una gran muchedumbre y, compadeciéndose de ella, curó a los enfermos. Al atardecer, los discípulos se acercaron y le dijeron: «Este es un lugar desierto y ya se hace tarde; despide a la multitud para que vaya a las ciudades a comprarse alimentos». Pero Jesús les dijo: «No es necesario que se vayan, denles de comer ustedes mismos». Ellos respondieron: «Aquí no tenemos más que cinco panes y dos pescados». «Tráiganmelos aquí», les dijo. Y después de ordenar a la multitud que se sentara sobre el pasto, tomó los cinco panes y los dos pescados, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes, los dio a sus discípulos, y ellos los distribuyeron entre la multitud. Todos comieron hasta saciarse y con los pedazos que sobraron se llenaron doce canastas. Los que comieron fueron unos cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños (Mt 14, 13-21).
San Cayetano, bendecí nuestra Patria con pan y trabajo para todos.
Como todos los años, estamos de nuevo hoy aquí, para tener nuestro encuentro con el Santo amigo de Jesús y de su pueblo. Un encuentro de cercanía, de agradecimiento, de petición. ¡tantas cosas que traemos en el corazón! Y la petición que hacemos juntos este año es algo especial. No pedimos directamente “por favor, danos pan y trabajo”, sino “bendecinos con estos dones”. El pedido principal es una bendición: San Cayetano, bendecí nuestra Patria con pan y trabajo para todos.
A alguno quizá le parezca poca cosa hacer una cola tan larga para pedir sólo una bendición; y más todavía si el pedido es que nos bendiga con pan y trabajo. Es verdad que el trabajo está duro, cuesta conseguirlo; y el pan está caro (el más barato como a $7 el kilo). Pero hay algo más: si se fijan bien la bendición se agranda al comienzo y al final del pedido: donde decimos “nuestra patria” y “para todos”.
Así que venimos con un encargo importante, venimos en representación de todos a pedir la bendición grande que necesita nuestra patria. Hay gente que maldice “este país” o porque no le gustan algunas cosas o algunos de sus compatriotas. Nosotros no maldecimos. Puede ser que protestemos o que discutamos, pero no sólo no maldecimos sino que, como sentimos que nuestra bendición no basta, venimos a pedir la bendición de Dios: que bendiga nuestra Patria, en todos sus habitantes, en toda su historia y su geografía. Y a San Cayetano, que la bendiga con la bendición tan necesaria para una vida digna: con la bendición del pan y del trabajo para todos.
Para todos. El evangelio dice que Jesús alzó los ojos al Cielo, bendijo los cinco pancitos y los pescados, los partió, los repartieron y “todos comieron hasta saciarse”. Que el Padre nos dé el pan nuestro y el trabajo de cada día es una bendición. Pero no sólo es una bendición cuando lo tenemos en la mano; ya desearlo para todos es una bendición. Abrir el corazón y sentir presentes a todos, como hermanos, es una bendición.
Indignarnos contra la injusticia de que el pan y el trabajo no lleguen a todos es una parte de la bendición. Colaborar con otros, partiendo y repartiendo nuestro pan, es la otra parte de la bendición que pedimos.
San Cayetano, bendecí nuestra Patria con pan y trabajo para todos. ¿Y saben por qué es una bendición desear y luchar para que haya pan y trabajo para todos? ¿Saben por qué? Porque este buen deseo y esta lucha le hacen bien al corazón, lo alegran, lo ensanchan, lo hacen latir con felicidad. Jesús lo decía así: “Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados”.
La justicia es la que alegra el corazón: cuando hay para todos, cuando uno ve que hay igualdad, equidad, cuando cada uno tiene lo suyo. Cuando uno ve que alcanza para todos, si es bien nacido, siente una felicidad especial en el corazón. Ahí se agranda el corazón de cada uno y se funde con el de los otros y nos hace sentir la Patria. La Patria florece cuando vemos “en el trono a la noble igualdad”, como bien dice nuestro himno nacional. La injusticia en cambio lo ensombrece todo. Qué triste es cuando uno ve que podría alcanzar perfectamente para todos y resulta que no.
Nuestro pueblo tiene en el corazón esta bendición del todo, que es la que nos hace patria. Esa bendición se ve incluso en la humildad para mantener el todo aunque sea en un restito, como cuando decimos “si no alcanza para todos, al menos que alcance para todos los chicos” y colaboramos en el comedor infantil. Decir “todos los chicos” es decir todo el futuro. Decir “todos los jubilados” es decir toda nuestra historia. Nuestro pueblo sabe que el todo es mayor que las partes y por eso pedimos “pan y trabajo para todos”. Qué despreciable en cambio el que atesora sólo para su hoy, el que tiene un corazón chiquito de egoísmo y sólo piensa en manotear esa tajada que no se llevará cuando se muera. Porque nadie se lleva nada. Nunca ví un camión de mudanza detrás de un cortejo fúnebre. Mi abuela nos decía: “la mortaja no tiene bolsillos”.
Jesús nos enseñó que cuando no nos sacamos el problema de encima y mandamos a cada uno a su casa, como querían los Apóstoles, sino que invitamos a que se sienten todos y partimos nuestro pan, nuestro Padre del cielo siempre nos bendice con el milagro de la multiplicación y alcanza para todos. Por eso venimos a pedir hoy esta bendición tan especial para nuestra patria. La necesitamos porque en la vida hay muchos que tiran cada uno para su lado, como si uno pudiera tener una bendición para él solo o para un grupo. Eso no es una bendición sino una maldición. Y fíjense qué curioso, el que tira para su lado y no para el bien común suele ser una persona que maldice: que maldice a los otros y que mal-dice las cosas: las dice mal, miente, inventa, dice la mitad.
Mientras caminamos en la fila, ensanchemos el alma con esta petición: “para todos”. Abramos el corazón para pedirla cuando toquemos al Santo y nos hagamos la señal de la cruz. Que San Cayetano nos convierta en personas que desean el bien para todos, personas que luchan y colaboran con Jesús para que esta bendición se haga realidad. Como los apóstoles, que se animaron a ensanchar el corazón cuando al principio querían que cada uno se fuera a su casa, y después colaboraron con el Señor en la tarea de repartir el pan y juntar lo que sobraba.
Le agradecemos a Jesús el haber traído esta bendición a nuestra tierra: él fue el primero en “desear el bien para todos”, sin exclusión de nadie. Fue el primero y asoció a muchos que hoy son nuestros santos, como San Cayetano, como nuestro Cura Brochero, santos porque no recortaron la bendición, gente de esa que “hace sentarse a todos” y “bendice y parte y reparte”. Que linda imagen: ser personas que bendicen y que parten y reparten. Y no ser de los que maldicen y juntan y juntan, y después no se van a poder llevar nada. Sólamente nos llevamos lo que dimos, lo que repartimos, lo que compartimos.
San Cayetano, bendice nuestra patria con pan y trabajo para todos.
Se lo pedimos también a la Virgen. Virgencita, bendecí nuestra patria con pan y trabajo para todos. Ella se da cuenta cuando falta algo. ¿Se acuerdan del casamiento en Caná?
Se lo pedimos a nuestro Padre del Cielo: Padre, danos hoy a todos nuestro pan de cada día y que todos aceptemos la invitación a trabajar en esta viña tuya que es nuestra querida Patria Argentina.
Buenos Aires, 7 de agosto de 2012 Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.

Carta del Sr. Arzobispo a los Catequistas de la Arquidiócesis
Sin demora de Judá.
Zacarías
“En aquellos días, María partió y fue
a un pueblo de la montaña
Entró en la casa de
y saludó a Isabel...” (Lc. 1, 39)
Queridos catequistas:
Ya es costumbre de muchos años que, ante la proximidad de la fiesta de San Pío X, les escriba una carta. Por medio de ella quiero saludarlos en su día, agradecerles el trabajo silencioso y fiel de cada semana, la capacidad de hacerse samaritanos que hospedan desde la fe, siendo rostros cercanos y corazones hermanos que permiten trasformar, de alguna manera, el anonimato de la gran ciudad.
Este año, el día del catequista nos encuentra ante un acontecimiento de gracia que ya empezamos a gustar. Dentro de dos meses comenzará el Año de la Fe que nuestro Papa Benedicto XVI ha convocado para “iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo...” (Carta Apostólica PortaFidei, PF2)
Será ciertamente un año jubilar. De ahí la invitación que el mismo Papa nos hace a atravesar la “Puerta de la Fe ”. Atravesar esta puerta es un camino que dura toda la vida pero que en este tiempo de gracia todos estamos llamados a renovar. Por esto me nace en este año exhortarlos, como pastor y como hermano, a que se animen a transitar el tiempo presente con la fuerza transformadora de este acontecimiento.
Todos recordamos la invitación tantas veces repetidas del Beato Juan Pablo II: “Abran las puertas al Redentor”. Dios nos exhorta nuevamente: Abran las puertas al Señor: la puerta del corazón, las puertas de la mente, las puertas de la catequesis, de nuestras comunidades. todas las puertas a la Fe.
En este abrir la puerta de la fe hay siempre un sí, personal y libre. Un sí que es respuesta a Dios que toma la iniciativa y se acerca al hombre para entablar con él un diálogo, en que el don y el misterio se hacen siempre presentes.
Un sí que la Virgen Madre supo dar en la plenitud de los tiempos, en aquella humilde aldea de Nazareth, para que se empezara a entretejer la alianza nueva y definitiva que Dios tenía preparada, en Jesús, para la humanidad toda.
Siempre nos hace bien volver nuestra mirada a la Virgen. Más a quienes, de una u otra manera, se nos confía la tarea de acompañar la vida de muchos hermanos, y así juntos, poder decirle sí a la invitación de creer.
Pero la catequesis se vería seriamente comprometida si la experiencia de la fe nos dejara encerrados y anclados en nuestro mundo intimista o en las estructuras y espacios que con los años hemos ido creando. Creer en el Señor es atravesar siempre la puerta de la fe que nos hace salir, ponernos en camino, desinstalarnos... No hay que olvidar que la primera iniciación cristiana que se dio en el tiempo y en la historia culminó en misión... que tuvo las características de visitación. Con toda claridad nos dice el relato de Lucas: María se puso en camino con rapidez y llena del Espíritu.
La experiencia de la Fe nos ubica en Experiencia del Espíritu signada por la capacidad de ponerse en camino... No hay nada más opuesto al Espíritu que instalarse, encerrarse. Cuando no se transita por la puerta de la Fe, la puerta se cierra, la Iglesia se encierra, el corazón se repliega y el miedo y el mal espíritu “avinagran” la Buena Noticia. Cuando el Crisma de la Fe se reseca y se pone rancio el evangelizador ya no contagia sino que ha perdido su fragancia, constituyéndose muchas veces en causa de escándalo y de alejamiento para muchos.
El que cree es receptor de aquella bienaventuranza que atraviesa todo el Evangelio y que resuena a lo largo de la historia, ya en labios de Isabel: “Feliz de ti por haber creído”, ya dirigida por el mismo Jesús a Tomás: “¡Felices los que creen sin haber visto!”
Es bueno tomar conciencia de que hoy, más que nunca, el acto de creer tiene que trasparentar la alegría de la Fe. Como en aquel gozoso encuentro de María e Isabel, el Catequista debe impregnar toda su persona y su ministerio con la alegría de la Fe. Permítanme que les comparta algo de lo que los Obispos de la Argentina escribimos hace unos meses en un documento en el que bosquejamos algunas orientaciones pastorales comunes para el trienio 2012-2015:
“La alegría es la puerta para el anuncio de la Buena Noticia y también la consecuencia de vivir en la fe. Es la expresión que abre el camino para recibir el amor de Dios que es Padre de todos. Así lo notamos en el Anuncio del ángel a la Virgen María que, antes de decirle lo que en ella va a suceder, la invita a llenarse de alegría. Y es también el mensaje de Jesús para invitar a la confianza y al encuentro con Dios Padre: alégrense. Esta alegría cristiana es un don de Dios que surge naturalmente del encuentro personal con Cristo Resucitado y la fe en él”
Por eso me animo a exhortarlos con el Apóstol Pablo: Alégrense, alégrense siempre en el Señor... Que la catequesis a la cual sirven con tanto amor esté signada por esa alegría, fruto de la cercanía del Señor Resucitado (“los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor”, Jn. 20,20), que permite también descubrir la bondad de ustedes y la disponibilidad al llamado del Señor.
Y               no dejen nunca que el mal espíritu estropee la obra a la cual han sido convocados. Mal espíritu que tiene manifestaciones bien concretas, fáciles de descubrir: el enojo, el mal trato, el encierro, el desprecio, el ninguneo, la rutina, la murmuración, el chismerío.
La Virgen María en la visitación nos enseña otra actitud que debemos imitar y encarnar: la cercanía.
Ella literalmente se puso en camino para acortar distancias. No se quedó en la noticia de que su parienta Isabel estaba embarazada. Supo escuchar con el corazón y por eso conmoverse con ese misterio de vida. La cercanía de María hacia su prima implicó un desinstalarse, no quedarse centrada en ella, sino todo lo contrario. El sí de Nazaret, propio de toda actitud de fe, se transformó en un sí que se correspondió en su actuar. Y la que por obra del Espíritu Santo fue constituida Madre del Hijo, movida por ese mismo Espíritu se transformó en servidora de todos por amor a su Hijo. Una fe fecunda en caridad, capaz de incomodarse para encarnar la pedagogía de Dios que sabe hacer de la cercanía su identidad, su nombre, su misión: “y lo llamará con el nombre de Emanuel”
“El Dios de Jesús se revela como un Dios cercano y amigo del hombre. El estilo de Jesús se distingue por la cercanía cordial. Los cristianos aprendemos ese estilo en el encuentro personal con Jesucristo vivo, encuentro que ha de ser permanente empeño de todo discípulo misionero. Desbordado de gozo por ese encuentro, el discípulo busca acercarse a todos para compartir su alegría. La misión es relación y por eso se despliega a través de la cercanía, de la creación de vínculos personales sostenidos en el tiempo. El amigo de Jesús se hace cercano a todos, sale al encuentro generando relaciones interpersonales que susciten, despierten y enciendan el interés por la verdad. De la amistad con Jesucristo surge un nuevo modo de relación con el prójimo, a quien se ve siempre como hermano. (CEA, Orientaciones pastorales para el trienio 2012-2015)
Cercanía que, me consta, se hace presente muchas veces en los encuentros catequísticos de Ustedes, en la diversas edades en que les toca acompañar los procesos de fe (niños-jóvenes-adultos). Pero siempre se nos puede filtrar el profesionalismo distante, la desubicación de creernos los “maestros que saben”, el cansancio y fatiga que nos baja las defensas y nos endurece el corazón... Recordemos aquello tan hermoso de la 1° Carta de Pablo a los cristianos de Tesalónica: “.fuimos tan condescendientes con ustedes, como una madre que alimenta y cuida a sus hijos. Sentíamos por ustedes tanto afecto, que deseábamos entregarles, no solamente la buena noticia de Dios, sino también nuestra propia vida: tan queridos llegaron a sernos.” (iTes. 2, 7-8)
Pero además, les pido que, no vean reducido su campo evangelizador a los catequizandos. Ustedes son privilegiados para contagiar la alegría y belleza de la Fe a las familias de ellos. Háganse eco en su pastoral catequística de esta Iglesia de Buenos Aires que quiere vivir en estado de misión.
Miren una y mil veces a la Virgen María. Que ella interceda ante su Hijo para que les inspire el gesto y la palabra oportuna, que les permita hacer de la Catequesis una Buena Noticia para todos, teniendo siempre presente que la “Iglesia crece, no por proselitismo, sino por atracción”.
Soy consciente de las dificultades. Estamos en un momento muy particular de nuestra historia, incluso del país. El reciente Congreso Catequístico Nacional realizado en Morón fue muy realista en señalar las dificultades en la transmisión de la fe en estos tiempos de tantos cambios culturales. Quizás en más de una oportunidad el cansancio los venza, la incertidumbre los confunda e incluso lleguen a pensar que hoy no se puede proponer la fe, sino solamente contentarse con transmitir valores.
Por eso mismo, nuestro Papa Benedicto XVI nos invita a atravesar juntos la puerta de la Fe. Para renovar nuestro creer y en el creer de la Iglesia seguir haciendo lo que ella sabe hacer, en medio de luces y sombras. Tarea que no tiene origen en una estrategia de conservación, sino que es raíz de un mandato del Señor que nos da identidad, pertenencia y sentido. La misión surge de una certeza de la fe. De esa certeza que, en forma deKerygma, la Iglesia ha venido trasmitiendo a los hombres a lo largo de dos mil años.
Certeza de la fe que convive con mil preguntas del peregrino. Certeza de la fe que no es ideología, moralismo, seguridades existenciales. sino el encuentro vivo e intransferible con una persona, con unaacontecimiento, con la presencia viva de Jesús de Nazareth.
Por eso, me animo a exhortarlos: vivan este ministerio con pasión, con entusiasmo.
La palabra entusiasmo (evQovoiaopóq) tiene su raíz en el griego “en-theos”, es decir: “que lleva un dios adentro.”Este término indica que, cuando nos dejamos llevar por el entusiasmo, una inspiración divina entra en nosotros y se sirve de nuestra persona para manifestarse. El entusiasmo es la experiencia de un “Dios activo dentro de mí” para ser guiado por su fuerza y sabiduría. Implica también la exaltación del ánimo por algo que causa interés, alegría y admiración, provocado por una fuerte motivación interior. Se expresa como apasionamiento, fervor, audacia y empeño. Se opone al desaliento, al desinterés, a la apatía, a la frialdad y a la desilusión.
El “Dios activo dentro” de nosotros es el regalo que nos hizo Jesús en Pentecostés, el Espíritu Santo: “Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto.” (Lc 24, 49). Se realiza así lo anunciado por los profetas, “les daré un corazón nuevo y pondré en ustedes un espíritu nuevo: les arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en ustedes.” (Ez. 36, 26) (CEA, Orientaciones pastorales para el trienio 2012-2015)
El entusiasmo, el fervor al cual nos llama el Señor, bien sabemos que no puede ser el resultado de un movimiento de voluntad o un simple cambio de ánimo. Es gracia... renovación interior, transformación profunda que se fundamenta y apoya en una Presencia, que un día nos llamó a seguirlo y que hoy, una vez más, se hace camino con nosotros, para transformar nuestros miedos en ardor, nuestra tristeza en alegría, nuestros encierros en nuevas visitaciones...
Al darte gracias de corazón por todo tu camino de catequista, por tu tiempo y tu vida entregada, le pido al Señor que te dé una mente abierta para recrear el diálogo y el encuentro entre quienes Dios te confía y un corazón creyente para seguir gritando que El está vivo y nos ama como nadie. Hay una estampa de María Auxiliadora que dice: “Vos que creíste, ayudame!” Que Ella nos ayude a seguir siendo fieles al llamado del Señor.
No dejes de rezar por mí para que sea un buen catequista. Que Jesús te bendiga y la Virgen Santa te cuide. Afectuosamente Buenos Aires, 21 de Agosto de 2012
Card. Jorge Mario Bergoglio, s.j.
Encuentro 2012 de Pastoral Urbana Región Buenos Aires

Desgrabación de la homilía del Cardenal Jorge Mario Bergoglio s.j. en ocasión de la misa de clausura del Encuentro 2012 de Pastoral Urbana Región Buenos Aires Los textos de la misa corresponden al domingo 22.
La escucha de la Palabra me hizo sentir tres cosas: cercanía, hipocresía y mundanidad.
En la primera lectura Moisés dice: “¿Existe acaso una nación tan grande que tenga sus dioses cerca de ellos como el Señor nuestro Dios está cerca de nosotros?”.
Nuestro Dios es un Dios que se aproxima. Un Dios que se hace cercano. Un Dios que empezó a caminar con su pueblo y luego se hizo uno de su pueblo en Jesucristo para hacerse cercano. Pero no con una cercanía metafísica sino con esa cercanía que describe Lucas cuando va a curar a la hija de Jairo, que la gente lo apretujaba hasta sofocarlo mientras la pobre vieja de atrás le quería tocar el borde del manto. Con esa cercanía de la multitud que quería hacer callar en la entrada de Jericó al ciego que a los gritos pretendía hacerse oír. Con esa cercanía que dio ánimo a esos diez leprosos para pedirle que los limpiara. Jesús estaba metido en la cosa. Nadie se quería perder esa cercanía, incluso el petiso que se subía al sicómoro para verlo. Nuestro Dios es un Dios cercano. Y es curioso: Él curaba, hacía el bien. San Pedro lo dice clarito: “Pasó haciendo el bien y sanando”. Jesús no hizo proselitismo: acompañó. Y las conversiones que lograba eran precisamente por esa actitud suya de acompañar, enseñar, escuchar, hasta tal punto que su condición de no ser un proselitista lo lleva a decir: “si ustedes también se quieren ir váyanse ahora, no pierdan tiempo. Vos tenés palabra de vida eterna, nos quedamos”. El Dios cercano, cercano con nuestra carne. El Dios del encuentro que sale al encuentro de su pueblo. El Dios que —voy a usar una palabra linda de la diócesis de San Justo—: el Dios que pone a su pueblo en situación de encuentro.
Y    con esa cercanía, con ese caminar, crea esa cultura del encuentro que nos hace hermanos, nos hace hijos, y no socios de una ONG o prosélitos de una multinacional. Cercanía. Esa es la propuesta.
La segunda palabra es hipocresía. Me llama la atención que San Marcos, siempre es tan conciso, tan breve, que le haya dedicado tanto a este episodio —y conste que en esta versión litúrgica está recortado y es más largo todavía— parece que se ensaña con los que se hacen lejanos, con aquellos que el mensaje de la cercanía de ese Dios, que viene caminando con su pueblo, que se hizo hombre para ser uno más y caminar, han tomado esa realidad, la han destilado a lo largo de las tradiciones de ellos, la han hecho idea, la han hecho puro precepto y la han alejado a la gente.
Jesús sí que los va a acusar de prosélitos a éstos, de hacer proselitismo. Ustedes recorren medio mundo para buscar un prosélito y después lo matan con todo esto. Alejaron a la gente.
Los que se escandalizaban cuando Jesús iba a comer con los pecadores, con los publicanos, a éstos Jesús les dice: “los publicanos y las prostitutas los van a preceder a ustedes”. que era lo peorcito de la época. Jesús no los banca. Son los que han clericalizado —por usar una palabra que se entienda— a la Iglesia del Señor. La llenan de preceptos y con dolor lo digo, y si parece una denuncia o una ofensa, perdónenme, pero en nuestra región eclesiástica hay presbíteros que no bautizan a los chicos de las madres solteras porque no fueron concebidos en la santidad del matrimonio. (aplausos)
Éstos son los hipócritas de hoy. Los que clericalizaron a la Iglesia. Los que apartan al pueblo de Dios de la salvación. Y esa pobre chica que, pudiendo haber mandado a su hijo al remitente, tuvo la valentía de traerlo al mundo, va peregrinando de parroquia en parroquia para que se lo bauticen.
A éstos que buscan prosélitos, los clericales, los que clericalizan el mensaje, Jesús les señala el corazón, les dice “del corazón de ustedes salen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino.”. Flor de piropo, ¿eh? Así les pasa la mano de bleque. Los denuncia.
Clericalizar la Iglesia es hipocresía farisaica. La Iglesia del “vengan adentro que les vamos a dar las pautas acá adentro y lo que no entra no está” es fariseísmo.
Jesús nos enseña el otro camino: salir. Salir a dar testimonio, salir a interesarse por el hermano, salir a compartir, salir a preguntar. Encarnarse.
Contra el gnosticismo hipócrita de los fariseos, Jesús vuelve a mostrarse en medio de la gente entre publicanos y pecadores.
La tercera palabra que me tocó es el final de la carta de Santiago: no contaminarse con el mundo. Porque si bien el fariseísmo, este “clericalismo” entre comillas nos hace daño, también la mundanidad es uno de los males que carcomen nuestra conciencia cristiana. Esto lo dice Santiago: no se contaminen con el mundo. Jesús en su despedida, después de la cena, le pide al Padre que lo salve del espíritu del mundo. Es la mundanidad espiritual. El peor daño que puede pasar a la Iglesia: caer en la mundanidad espiritual. En esto estoy citando al cardenal De Lubac. El peor daño que puede pasar a la Iglesia incluso peor que el de los papas libertinos de una época. Esa mundanidad espiritual de hacer lo que queda bien, de ser como los demás, de esa burguesía del espíritu, de los horarios, de pasarla bien, del estatus: “Soy cristiano, soy consagrado, consagrada, soy clérigo”. No se contaminen con el mundo, dice Santiago.
No a la hipocresía. No al clericalismo hipócrita. No a la mundanidad espiritual.
Porque esto es demostrar que uno es más empresario que hombre o mujer de evangelio.
Sí a la cercanía. A caminar con el pueblo de Dios. A tener ternura especialmente con los pecadores, con los que están más alejados, y saber que Dios vive en medio de ellos.
Que Dios nos conceda esta gracia de la cercanía, que nos salva de toda actitud empresarial, mundana, proselitista, clericalista, y nos aproxima al camino de Él: caminar con el santo pueblo fiel de Dios.
Que así sea.
Cardenal Jorge Mario Bergoglio s.j.
Buenos Aires, 2 de septiembre de 2012

5° Misa por las Víctimas de Trata y Tráfico de Personas
Desgrabación de la Homilía pronunciada por el Arzobispo de Buenos Aires Cardenal Jorge Mario Bergoglio s.j. en la Plaza Constitución con motivo de la 5° Misa por las Víctimas de Trata y Tráfico de Personas.
Hoy en esta Ciudad queremos que se oiga el grito, la pregunta de Dios: ¿Donde está tu hermano? Que esa pregunta de Dios recorra todos los barrios de la Ciudad, recorra nuestro corazón y sobre todo que entre también en el corazón de los “caínes” modernos. Quizá alguno pregunte: ¿Qué hermano? ¿¿Dónde está tu hermano esclavo!?! ¿¿El que estás matando todos los días en el taller clandestino, en la red de prostitución, en las ranchadas de los chicos que usás para mendicidad, para “campana” de distribución de droga, para rapiña y para prostituirlos.? ¿Dónde está tu hermano el que tiene que trabajar casi de escondidas de cartonero porque todavía no ha sido formalizado.. ¿Dónde está tu hermano.? Y frente a esa pregunta podemos hacer, como hizo el sacerdote que pasó al lado del herido, hacernos los distraídos; como hizo el levita, mirar para otro lado porque no es para mí la pregunta sino que es para otro. ¡La pregunta es para todos! ¡Porque en esta Ciudad está instalado el sistema de trata de personas, ese crimen mafioso y aberrante (como tan acertadamente lo definió hace pocos días un funcionario): crimen mafioso y aberrante! ¿Dónde está tu hermano? Y vos que estás mirando, que te hacés el distraído, no dejás lugar en tu corazón a que entre la pregunta; que decís esa no es para mi. ¿Cual!?!? ¡¡El esclavo!!! El que en esta Ciudad sufre estas formas de esclavitud que mencioné recién porque esta Ciudad es una “Ciudad abierta”, aquí entran todos: los que quieren esclavizar, los que quieren despojar. así como cuando se rinde una Ciudad se declara “Ciudad abierta” para que la saqueen, aquí nos están saqueando la vida de nuestros jóvenes! La vida de nuestros trabajadores! La vida de nuestras familias! Estos tratantes. no, no los insultemos sino recemos por ellos también para que escuchen la voz de Dios: ¿Dónde está tu hermano?
A vos tratante, hoy te decimos: ¿Para que hacés esto? No te vas a llevar nada, te vas a llevar las manos preñadas de sangre por el mal que hiciste. Y hablando de sangre, por ahí te vas a ir del balazo de un competidor. Las mafias son así. ¿Dónde está tu hermano, tratante!?!? ¡¡Es tu hermano !! ¡¡Es tu carne !! Tomemos conciencia que esa carne esclava es mi carne, la misma que asumió el hijo de Dios.
La gracia mas linda que podemos recibir hoy es la de llorar en nuestro corazón. Señor mirá esto: Cambiales el corazón a estos esclavistas, cambiáselo. Estos que entran a esta “Ciudad abierta” a ver qué pueden saquear, que vida pueden anular, que familia pueden destruir, que niños pueden vender, que mujer pueden explotar. Nosotros no venimos aquí a protestar, venimos a rezar públicamente, en la plaza, en una Ciudad que es “Ciudad abierta” donde cualquiera puede entrar a esclavizar.
Todos los que estamos aquí rezando también le vamos a pedir a Jesús la gracia de no hacernos los distraídos. “Pero Padre, ¿que puedo hacer yo por una mafia?” ... ¡Rezar! Golpeá el corazón de Dios. Si sabés algo contalo pero no mires para otro lado porque puede ser tu hijo o tu hija a quien de un día para el otro conviertan en esclavo, o podés ser vos. Hace un tiempo tuve la alegría de bautizar a dos nenas, hijas de un matrimonio rescatado de un taller esclavista. Señor, así como nos diste esta gracia, hacé que se multiplique, que podamos rescatar a muchos, que podamos devolver a la sociedad a todos aquellos que tienen encerrados como esclavos y explotados como esclavos.
Señor, que podamos ver, convertidos hacia ti, el corazón de esos hombres y mujeres que explotan y esclavizan a sus hermanos. Eso es lo que pedimos hoy para esta “Ciudad abierta” donde se esclaviza a tanta gente. A nosotros, que sabemos que es así, danos la gracia de no engrosar el ejército de los distraídos; y a ellos, los que esclavizan, someten y matan la ilusión de tanta gente cambiales el corazón.
Que así sea.
Buenos Aires, 25 de septiembre de 2012 Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.

A LOS SACERDOTES, CONSAGRADOS, CONSAGRADAS y FIELES LAICOS de la ARQUIDIÓCESIS
Queridos hermanos:
Entre las experiencias más fuertes de las últimas décadas está la de encontrar puertas cerradas. La creciente inseguridad fue llevando, poco a poco, a trabar puertas, poner medios de vigilancia, cámaras de seguridad, desconfiar del extraño que llama a nuestra puerta. Sin embargo, todavía en algunos pueblos hay puertas que están abiertas. La puerta cerrada es todo un símbolo de este hoy. Es algo más que un simple dato sociológico; es una realidad existencial que va marcando un estilo de vida, un modo de pararse frente a la realidad, frente a los otros, frente al futuro. La puerta cerrada de mi casa, que es el lugar de mi intimidad, de mis sueños, mis esperanzas y sufrimientos así como de mis alegrías, está cerrada para los otros. Y no se trata sólo de mi casa material, es también el recinto de mi vida, mi corazón. Son cada vez menos los que pueden atravesar ese umbral. La seguridad de unas puertas blindadas custodia la inseguridad de una vida que se hace más frágil y menos permeable a las riquezas de la vida y del amor de los demás.
La imagen de una puerta abierta ha sido siempre el símbolo de luz, amistad, alegría, libertad, confianza. ¡Cuánto necesitamos recuperarlas! La puerta cerrada nos daña, nos anquilosa, nos separa.
Iniciamos el Año de la fe y paradójicamente la imagen que propone el Papa es la de la puerta, una puerta que hay que cruzar para poder encontrar lo que tanto nos falta. La Iglesia, a través de la voz y el corazón de Pastor de Benedicto XVI, nos invita a cruzar el umbral, a dar un paso de decisión interna y libre: animarnos a entrar a una nueva vida.
La puerta de la fe nos remite a los Hechos de los Apóstoles: “Al llegar, reunieron a la Iglesia, les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe” (Hechos 14,27). Dios siempre toma la iniciativa y no quiere que nadie quede excluido. Dios llama a la puerta de nuestros corazones: Mira, estoy a la puerta y llamo, si alguno escucha mi voz y abre la puerta entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo (Ap. 3, 20). La fe es una gracia, un regalo de Dios. “La fe sólo crece y se fortalece creyendo; en un abandono continuo en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios”
Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida mientras avanzamos delante de tantas puertas que hoy en día se nos abren, muchas de ellas puertas falsas, puertas que invitan de manera muy atractiva pero mentirosa a tomar camino, que prometen una felicidad vacía, narcisista y con fecha de vencimiento; puertas que nos llevan a encrucijadas en las que, cualquiera sea la opción que sigamos, provocarán a corto o largo plazo angustia y desconcierto, puertas autorreferenciales que se agotan en sí mismas y sin garantía de futuro. Mientras las puertas de las casas están cerradas, las puertas de los shoppings están siempre abiertas. Se atraviesa la puerta de la fe, se cruza ese umbral, cuando la Palabra de Dios es anunciada y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Una gracia que lleva un nombre concreto, y ese nombre es Jesús. Jesús es la puerta. (Juan 10:9) “Él, y Él solo, es, y siempre será, la puerta. Nadie va al Padre sino por Él. (Jn. 14.6)” Si no hay Cristo, no hay camino a Dios. Como puerta nos abre el camino a Dios y como Buen Pastor es el Único que cuida de nosotros al costo de su propia vida. Jesús es la puerta y llama a nuestra puerta para que lo dejemos atravesar el umbral de nuestra vida. No tengan miedo. abran de par en par las puertas a Cristo nos decía el Beato Juan Pablo II al inicio de su pontificado. Abrir las puertas del corazón como lo hicieron los discípulos de Emaús, pidiéndole que se quede con nosotros para que podamos traspasar las puertas de la fe y el mismo Señor nos lleve a comprender las razones por las que se cree, para después salir a anunciarlo. La fe supone decidirse a estar con el Señor para vivir con él y compartirlo con los hermanos.
Damos gracias a Dios por esta oportunidad de valorar nuestra vida de hijos de Dios, por este camino de fe que empezó en nuestra vida con las aguas del bautismo, el inagotable y fecundo rocío que nos hace hijos de Dios y miembros hermanos en la Iglesia. La meta, el destino o fin es el encuentro con Dios con quien ya hemos entrado en comunión y que quiere restaurarnos, purificarnos, elevarnos, santificarnos, y darnos la felicidad que anhela nuestro corazón.
Queremos dar gracias a Dios porque sembró en el corazón de nuestra Iglesia Arquidiocesana el deseo de contagiar y dar a manos abiertas este don del Bautismo. Este es el fruto de un largo camino iniciado con la pregunta ¿Cómo ser Iglesia en Buenos Aires? transitado por el camino del Estado de Asamblea para enraizarse en el Estado de Misión como opción pastoral permanente.
Iniciar este año de la fe es una nueva llamada a ahondar en nuestra vida esa fe recibida. Profesar la fe con la boca implica vivirla en el corazón y mostrarla con las obras: un testimonio y un compromiso público. El discípulo de Cristo, hijo de la Iglesia, no puede pensar nunca que creer es un hecho privado.Desafío importante y fuerte para cada día, persuadidos de que el que comenzó en ustedes la buena obra la perfeccionará hasta el día, de Jesucristo. (Fil.1:6) Mirando nuestra realidad, como discípulos misioneros, nos preguntamos: ¿a qué nos desafía cruzar el umbral de la fe?
Cruzar el umbral de la fe nos desafía a descubrir que si bien hoy parece que reina la muerte en sus variadas formas y que la historia se rige por la ley del más fuerte o astuto y si el odio y la ambición funcionan como motores de tantas luchas humanas, también estamos absolutamente convencidos de que
esa triste realidad puede cambiar y debe cambiar, decididamente porque “si Dios está con nosotros ¿quién podrá contra nosotros? (Rom. 8:31,37)
Cruzar el umbral de la fe supone no sentir vergüenza de tener un corazón de niño que, porque todavía cree en los imposibles, puede vivir en la esperanza: lo único capaz de dar sentido y transformar la historia. Es pedir sin cesar, orar sin desfallecer y adorar para que se nos transfigure la mirada.
Cruzar el umbral de la fe nos lleva a implorar para cada uno “los mismos sentimientos de Cristo Jesús”(Flp. 2, 5) experimentando así una manera nueva de pensar, de comunicarnos, de mirarnos, de respetarnos, de estar en familia, de plantearnos el futuro, de vivir el amor, y la vocación.
Cruzar el umbral de la fe es actuar, confiar en la fuerza del Espíritu Santo presente en la Iglesia y que también se manifiesta en los signos de los tiempos, es acompañar el constante movimiento de la vida y de la historia sin caer en el derrotismo paralizante de que todo tiempo pasado fue mejor; es urgencia por pensar de nuevo, aportar de nuevo, crear de nuevo, amasando la vida con “la nueva levadura de la justicia y la santidad”. (1 Cor 5:8)
Cruzar el umbral de la fe implica tener ojos de asombro y un corazón no perezosamente acostumbrado, capaz de reconocer que cada vez que una mujer da a luz se sigue apostando a la vida y al futuro, que cuando cuidamos la inocencia de los chicos garantizamos la verdad de un mañana y cuando mimamos la vida entregada de un anciano hacemos un acto de justicia y acariciamos nuestras raíces.
Cruzar el umbral de la fe es el trabajo vivido con dignidad y vocación de servicio, con la abnegación del que vuelve una y otra vez a empezar sin aflojarle a la vida, como si todo lo ya hecho fuera sólo un paso en el camino hacia el reino, plenitud de vida. Es la silenciosa espera después de la siembra cotidiana, contemplar el fruto recogido dando gracias al Señor porque es bueno y pidiendo que no abandone la obra de sus manos. (Sal 137)
Cruzar el umbral de la fe exige luchar por la libertad y la convivencia aunque el entorno claudique, en la certeza de que el Señor nos pide practicar el derecho, amar la bondad, y caminar humildemente con nuestro Dios. ( Miqueas 6:8)
Cruzar el umbral de la fe entraña la permanente conversión de nuestras actitudes, los modos y los tonos con los que vivimos; reformular y no emparchar o barnizar, dar la nueva forma que imprime Jesucristo a aquello que es tocado por su mano y su evangelio de vida, animarnos a hacer algo inédito por la sociedad y por la Iglesia; porque “El que está en Cristo es una nueva criatura”. (2 Cor 5,17-21)
Cruzar el umbral de la fe nos lleva a perdonar y saber arrancar una sonrisa, es acercarse a todo aquel que vive en la periferia existencial y llamarlo por su nombre, es cuidar las fragilidades de los más débiles y sostener sus rodillas vacilantes con la certeza de que lo que hacemos por el más pequeño de nuestros hermanos al mismo Jesús lo estamos haciendo. (Mt. 25, 40)
Cruzar el umbral de la fe supone celebrar la vida, dejarnos transformar porque nos hemos hecho uno con Jesús en la mesa de la eucaristía celebrada en comunidad, y de allí estar con las manos y el corazón ocupados trabajando en el gran proyecto del Reino: todo lo demás nos será dado por añadidura. (Mt. 6.33) Cruzar el umbral de la fe es vivir en el espíritu del Concilio y de Aparecida, Iglesia de puertas abiertas no sólo para recibir sino fundamentalmente para salir y llenar de evangelio la calle y la vida de los hombres de nuestros tiempo.
Cruzar el umbral de la fe para nuestra Iglesia Arquidiocesana, supone sentirnos confirmados en la Misión de ser una Iglesia que vive, reza y trabaja en clave misionera.
Cruzar el umbral de la fe es, en definitiva, aceptar la novedad de la vida del Resucitado en nuestra pobre carne para hacerla signo de la vida nueva.
Meditando todas estas cosas miremos a María, Que Ella, la Virgen Madre, nos acompañe en este cruzar el umbral de la fe y traiga sobre nuestra Iglesia en Buenos Aires el Espíritu Santo, como en Nazaret, para que igual que ella adoremos al Señor y salgamos a anunciar las maravillas que ha hecho en nosotros.
1 de Octubre de 2012
Fiesta de Santa Teresita del Niño Jesús
Desgrabación de la Homilía del Sr. Arzobispo de Buenos Aires cardenal Jorge Mario Bergoglio s.j. con motivo de la 
38a Peregrinación Juvenil a Luján.
“Madre enséñanos a trabajar por la Justicia”
Del Evangelio Según San Juan 19, 25-27
Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.

Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: «Mujer, aquí tienes a tu hijo.» Luego dijo al discípulo: ««Aquí tienes a tu madre.»
Y   desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa.
Hoy terminamos esta peregrinación a la Casa de la Virgen y como hacemos en cada visita, nos quedamos en silencio ante su Imagen. La tenemos cerca, nos recibe en la entrada de su Casa este año, ésta Casa que están terminando de poner linda. Por eso estamos tan agradecidos a todos aquellos que han puesto su esfuerzo para esto. Pero lo más importante es que tenemos esta necesidad de rezar y contarle a nuestra Madre todo lo que compartimos en nuestra vida, y lo que compartimos con tantos peregrinos en el camino. Ahora, al escuchar el Evangelio que nos cuenta ese momento sagrado en el que Jesús nos deja a su Madre para que nos proteja, miramos la cruz y nos aferramos a su compañía, la compañía de la Virgen y la de Jesús. Nuestros caminos están protegidos por ellos dos. Nuestra fe está en ellos, nuestra fe está aquí, esta es la Casa de la fe de nuestra Patria! Por eso ahora rezamos y sentimos como late nuestro corazón porque estamos en la Casa de nuestra Madre, en la Casa de la fe de nuestra Patria.
Y      hoy, en la Casa de nuestra Madre le venimos a hacer un pedido: que nos enseñe a trabajar por la justicia. ¿Saben ustedes a quién se le ocurrió hacer este pedido? A ustedes mismos. Sí, porque en las oraciones que escriben cuando visitan Luján fue apareciendo esta oración que hoy es el lema: “Madre, enseñanos a trabajar por la justicia”. Es un lema que late en el corazón de los peregrinos de la Virgen y que se ha hecho oración. Peregrinos que somos los hijos de esta querida patria nuestra. Luján es la Casa de todos los hijos de la Virgen y por eso estamos haciéndole este pedido: que nos enseñe a trabajar por la justicia, y que nos enseñe a trabajar por ser personas justas en la vida.
Posiblemente este pedido, hecho aquí en Luján, haya surgido del corazón de tantos peregrinos después de haber sido recibidos y escuchados. Porque aquí en Luján, a cada peregrino se lo recibe y se lo escucha. Y ser recibidos y escuchados es un gran acto de justicia; y gracias a esto estamos en paz, rezando y nos brotan cosas muy sinceras en el corazón, en la oración con la Virgen. Y por eso surge esta necesidad de ser más hermanos, ocuparnos más y mejor unos de otros. Esto ya es ser justos. Aquí en Luján aprendemos a ser personas justas, porque con el corazón sereno y perdonado, nos llenamos del amor de Dios, por eso la mirada es mucho más profunda. Es mirar la vida desde Dios, es mirar la vida con Dios, que es El justo, el gran Justo.
Cuánto bien nos hace venir a Luján para aprender a ser buenos hijos, buenos hermanos, que se ocupan por el bien de los otros. Por eso aquí hacemos este pedido para todos nosotros, para toda nuestra Patria. Es el mejor lugar para hacerlo. Que aprendamos todos a trabajar por la justicia y para esto, que siempre tengamos el corazón abierto, el corazón grande que nos anime a hacer este pedido.
Que a nadie le falte esa actitud del corazón, la de tener que aprender cada día a ser más justos en la vida. Que se nos enseñe dónde habrá que poner una mirada más abierta y disponible, menos egoísta o interesada, que se nos enseñe a que no hagamos la nuestra, a que no se diga de cada uno de nosotros: “Este hace la suya”, sino hacer una mirada, una gran mirada que nos haga hermanos, que nos preocupemos siempre por los demás.
¿Y cómo puede ayudar la Virgen a trabajar por la justicia? Lo vamos a pensar juntos durante esta Misa y mirándola a Ella, en la puerta de la Basílica o mirando la Basílica. Ustedes vinieron en peregrinación ofreciendo sus vidas por los otros, rezando por tantas necesidades, las de ustedes o esas que les pidieron que “trajeran” en el corazón hasta aquí los amigos, los vecinos, los familiares. Ya que vas a Lujan, llevá una intención mía, pedile a la Virgen por esto. Al llegar al Santuario vivimos esto tan lindo de ser recibidos, y esto es lo que nos llena el corazón, nos da esperanza y así es como podemos continuar la vida: con la bendición de Jesús y de su Madre.
Y      de esta manera, con Jesús y con su Madre, es como podemos trabajar por la justicia. Porque cuando nos reconocemos hijos y hermanos, es cuando en nuestro corazón nace esa actitud generosa por la vida y es cuando buscamos lo mejor y más grande para los otros. Jesús en la Cruz nos entrega su vida y le pide a la Virgen que nos cuide. Jesús llegó a la Cruz para que ese gesto fuera reconciliador, hablara de justicia a todos. ¡El nos hizo justos, El nos justificó con su vida, con su muerte y su resurrección.! ¡Y si hoy podemos tener la frente alta, la frente de ser bautizados, la frente de decir “somos hijos de Dios” es porque El nos justificó, El nos hizo justos, El no se miró así mismo sino que nos miró a nosotros!. Hagamos lo mismo: miremos a los demás y ayudémonos a crecer por la justicia.
A la Virgen le pedimos fuerza para trabajar por la justicia. Le pedimos serenidad cuando haya dificultades. Le pedimos que seamos hermanos para poder compartir el camino. Y le pedimos a ella, que es Madre, que no nos falte el silencio de la oración: no vamos a poder ser justos si no lo rezamos, que no vamos a poder ser justos si no lo pedimos. Por eso le pedimos que no nos falte el silencio de la oración y las ganas de peregrinar para ofrecer la vida por los otros. Que ella nos conceda ésta gracia.
Que así sea.
Luján, 7 de octubre de 2012
Card. Jorge Mario Bergoglio, s.j. Arzobispo de Buenos Aires

Desgrabación de la Homilía del Sr. Arzobispo de Buenos Aires Cardenal Jorge Mario Bergoglio s.j., con motivo del 
Miércoles de Ceniza
La práctica de la Cuaresma empieza con este rito de la imposición de la ceniza, recordándonos lo que fuimos: tierra. barro. Dios nos creó de ahí. Y lo que vamos a ser: ceniza. Pero sería muy triste considerar que eso es todo. Fuimos tierra tomada por manos amorosas y un Dios que nos sopló y nos dio vida; y al soplarnos puso su esperanza en nosotros porque Dios espera de nosotros. Y seremos ceniza pero ceniza que lleva huellas del amor que nosotros hayamos dado en la tierra. Entonces la Cuaresma, encuadrada con este principio, nos habla del amor con que fuimos creados y del amor que tenemos que llevarnos y dejar al final.
La penitencia más la oración, el ayuno. El despojo de manera de limosna que hagamos en la Cuaresma no es un masoquismo (“Señor, soy malo y me pellizco para ser mas bueno”) sino es desarrugarnos el corazón que el egoísmo nos va achicando, por eso todos los años la Iglesia nos dice: “Mirá mas allá, mirá al horizonte, Dios no te hizo para que tengas un corazón mas arrugado, Dios no te hizo para el egoísmo ni para vos sólo sino que te hizo para el amor”. Y por eso San Pablo empieza este sermón tan lindo, que es como el lema de la Cuaresma, diciendo: “Por eso les suplicamos en nombre de Cristo, déjense reconciliar con Dios”. es como el clamor cuaresmal. dejate reconciliar con Dios.
“Padre, pero yo no estoy peleado con Dios”. No, pero por ahí tenés el corazón arrugado porque al igual que los hipócritas a los que Jesús se refería en el Evangelio, quizá te estés mirando demasiado a vos mismo centrado en tus comodidades, en tus cosas y entonces Dios queda apartado. Dejate reconciliar con Dios! O el otro llamado tan lindo del profeta Joel que le dice a su pueblo: ”Dice el Señor, vuelvan a mí de todo corazón. Desgarren su corazón y no sus vestiduras. Vuelvan al Señor su Dios”. Es decir, éste es como el lema de la Cuaresma: Dejémonos reconciliar con Dios, es Jesús el que nos reconcilia ¡! Démosle lugar a Jesús para que nos reconcilie y volvamos al Señor con todo el corazón. Esto por medio de una conducta un poco más acentuada que nos despegue del egoísmo, que nos desarruge el corazón, que nos abra el horizonte!. La Cuaresma no es para estar triste, con cara de lánguida (como dice Jesús en el Evangelio) sino es para mirar ese horizonte de amor y abrir nuestro corazón, dejar que surjan esas ansias de algo grande.
Hace un tiempo leí una parábola que escribió un monje y que me ilumina mucho sobre que es esto de arrugar el corazón y como a veces el mundo tiende a reprimirnos sobre nosotros mismos. La parábola dice así: Unos chicos subiendo una montaña encontraron un nido de águila con un huevo y lo bajaron. Después se preguntaron que hacer con el huevo y uno de los chicos propuso que lo llevaran a su casa ya que tenía una pava que estaba empollando. Y pusieron el huevo con los que la pava estaba empollando. Nacieron los pichones. todos iguales. fueron creciendo. pero el pichoncito de águila se comportaba distinto a los demás y cuando los pichones de la pava caminaban mirando el suelo, él miraba al cielo y sentía algo. y su vida que era para volar alto, como no tuvo quien le enseñara a volar, pasó en la pavada, entre los pavos.
Junto a este llamado de “Dejate reconciliar con Dios” y “Volvé a Dios con todo tu corazón” también podemos hacernos esta pregunta (que los porteños entendemos bien): Estoy en la pavada o tengo ansias de volar alto? Estoy atado a un rebaño que va ciego haciendo lo que todo el mundo hace, buscando solamente la propia satisfacción, concentrado en mí mismo o miro mas arriba para volar alto? Te aseguro que si en esta Cuaresma mirás más arriba, orando más, despojándote más de cosas que te entretienen mal, es decir ese ayuno de cosas que te permiten aprovechar ese tiempo para hacer una obra buena como visitar un enfermo, acompañar a los chicos, escuchar a tu papá o a tu abuelo que siempre repite lo mismo. Despojate del egoísmo y mirá a tu alrededor para ver de que te podés despojar para ayudar al que necesita la limosna. Si hacés esto en esta Cuaresma tu corazón va a mirar más arriba y te vas a encontrar con una gran sorpresa al final.
Que tu corazón arrugado, que ya prácticamente era una tumba, va a sentir como esa tumba fue testigo de alguien que resucitó para salvarte; te vas a encontrar con Jesús vivo. Así que iniciemos la Cuaresma con este sano optimismo, con esta gran esperanza: Dejate reconciliar con Dios, volvé al Señor con todo tu corazón, dejate desarrugar el corazón y mirá hacia arriba. El resto lo hace El. Tené confianza. Buenos Aires, Miércoles 9 de marzo de 2011.
Cardenal Jorge M. Bergoglio, s.j.

Gesto solidario de Cuaresma 2011 Buenos Aires 9 de marzo de 2011 
El ayuno que Dios quiere
Los criterios inmediatistas y eficientistas poco a poco han invadido nuestra cultura. El máximo rendimiento con el mínimo esfuerzo, la inmolación del esfuerzo, del tiempo, de valores profundos y hasta de afectos vitales en vistas a un objetivo de corta duración que se presenta como plenificante en lo social o económico. De esta filosofía de vida, casi aceptada universalmente, no está exenta la vida de fe de los cristianos. Si bien la fe del discípulo se afianza y crece en el encuentro con Jesús vivo, que llega a todos los rincones de la vida y se nutre en la experiencia de ponerse de cara al evangelio para vivirlo como buena noticia que ilumina el andar cotidiano, podemos correr el riesgo de mirarlo de “reojo” y quedarnos sólo con una parte.
Hace algunos domingos, después de pronunciar el Sermón del monte, Jesús nos dijo “para que vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en los cielos”. Frente a esta palabra tan determinante podemos conformarnos con hacer algunas buenas obras y darnos por satisfechos. La propuesta del Señor es más ambiciosa. Nos propone un obrar “desde la bondad” que tiene su raíz en la fuerza del Espíritu que se derrama dinámicamente como don de amor para todo nuestro vivir. No se trata solamente de hacer obras buenas, se trata de obrar con bondad. Estamos en la puerta de la cuaresma y la tentación que podemos tener es la de reducirla a ciertas buenas prácticas que finalizan en la pascua, desperdiciando el caudal de gracia que puede significar este tiempo de conversión para toda nuestra vida.
Nuestro ayuno cuaresmal puede ser rutinario y llegar a ser un gesto maniqueo más que profético consistente en «cerrar la boca», porque la materia y los alimentos son impuros: cuando el ayuno que Dios quiere es partir el propio pan con el hambriento; privarnos no sólo de lo superfluo, sino aún de lo necesario para ayudar al los que tienen menos; dar trabajo al que no lo tiene curar a los que están enfermos en su cuerpo o en su espíritu; hacernos cargo de los que sufren el azote de la droga o ayudar a prevenir la caída de tantos; el denunciar toda injusticia; el trabajar para que tantos, especialmente chicos en la calle, dejen de ser el paisaje habitual; el dar amor al que está solo y no sólo al que se nos acerca.
No creamos que es el comer o el ayunar lo que importa. Lo que hace verdadero el ayuno es el espíritu con que se come o se ayuna. Si pasar hambre fuera una bendición, serían benditos todos los hambrientos de la tierra y no tendríamos porque preocuparnos. «Ningún acto de virtud puede ser grande si de él no se sigue también provecho para los otros... Así pues, por más que te pases el día en ayunas, por más que duermas sobre el duro suelo, y comas ceniza, y suspires continuamente, si no haces bien a otros, no haces nada grande».San Juan Crisóstomo
Jesús ayunó según la tradición de su pueblo pero también compartió la mesa de ricos y pobres, de los justos y pecadores. (Mt. ll,l9).
Ayunemos desde la solidaridad concreta como manifestación visible de la caridad de Cristo en nuestra vida. Así tiene sentido nuestro ayuno como gesto profético y acción eficaz. Así cobra sentido nuestro ayunar para que otros no ayunen. Ayunar es amar.
Necesitamos vivir la profundidad de no darle tanta importancia a la comida de la que nos privamos sino a la comida que posibilitamos a un hambriento con nuestras privaciones. Que nuestro ayuno voluntario sea el que impida tantos ayunos obligados de los pobres. Ayunar para que nadie tenga que ayunar a la fuerza.
Iniciando la cuaresma, benditos sean estos cuarenta días si nos entrenan el corazón en la actitud permanente de partir y repartir nuestro pan y nuestra vida con los más necesitados. Nuestro ayuno no puede ser dádiva ocasional sino una invitación a crecer en la libertad por la cual experimentamos que no es más feliz el que más tiene, sino el que más comparte porque ha entrado en la dinámica del amor gratuito de Dios.
Estamos en un tiempo marcado por la misión, no como gesto extraordinario sino como un modo de ser Iglesia en Buenos Aires. Cada gesto pastoral deseamos que no se agote en sí mismo sino que marque una brecha, genere una actitud que permanezca. En esta línea, queremos que el gesto solidario de cuaresma que realizamos desde hace ya varios años, nos permita rubricar el anuncio de la buena noticia, de que por el bautismo somos una familia que siente y vive como propias las angustias y dolores de todos, y todos los días del año.
Quiero agradecerles todo lo que se ha podido realizar a través de los gestos solidarios de los años anteriores y los animo a que la caridad viva sea el signo que acredite nuestras palabras de anuncio del Reino.
Que Dios los bendiga y le regale una Santa Cuaresma vivida den el amor de Dios por su pueblo Cardenal Jorge Mario Bergoglio S.J.

Desgrabación de la Homilía del Sr. Arzobispo de Buenos Aires Cardenal Jorge Mario Bergoglio s.j., con motivo de la Misa por la Vida.
Alguien me decía una vez que el día de hoy es el día mas luminoso del año porque conmemoramos el día en que Dios comenzó a caminar con nosotros. Dios es recibido por María; el seno de María se transforma en un santuario cubierto por el Espíritu Santo, cubierto por la sombra de Dios y de ahí en más María comienza un camino, un camino de acompañamiento a la vida que acaba de concebir, a la vida de Jesús. Lo espera, como toda madre espera a un hijo, con mucha ilusión pero antes de nacer empiezan las dificultades; y ella sigue acompañando esa vida de dificultades. En el momento prácticamente de dar a luz tiene que emprender un viaje para cumplir con la ley, la ley civil de los romanos, y cumple. Va a cumplir con la ley. Y allí nace el chico sin ninguna comodidad y ella acompaña eso, Jesús prácticamente nació en situación de calle. en un pesebre. en un corral. no había lugar para Él y ella acompaña.
Después del inmenso gozo que siente al recibir a los pastores, a los magos y ese reconocimiento universal a Jesús, viene la amenaza de muerte y el exilio. Y María acompaña el exilio. Después acompaña el regreso, la educación del niño y su crecimiento. va acompañando esa vida que crece, con las dificultades que tiene, las persecuciones, acompaña la cruz, acompaña su soledad esa noche en que lo torturaron justamente toda la noche. al pie de la cruz está ella. acompaña la vida de su hijo y acompaña su muerte. Y en su profunda soledad no pierde la esperanza y acompaña su resurrección plena de gozo! Pero ahí no termina su trabajo porque Jesús le encomienda la Iglesia naciente y desde entonces acompaña a la Iglesia naciente, acompaña la vida.
María, la mujer que recibe y acompaña la vida. hasta el final; con todos los problemas que se puedan presentar y todas las alegrías que la vida también nos da. María la mujer que en un día como hoy recibe la vida y la acompaña hasta su plenitud y todavía no terminó porque nos sigue acompañando a nosotros en la vida de la Iglesia para que vaya adelante. La mujer del silencio, de la paciencia, que soporta el dolor, que enfrenta las dificultades y que sabe alegrarse profundamente con las alegrías de su hijo.
El Papa Benedicto XVI ha querido que este año fuera el año de la vida. Y un día como hoy en que la vida de Dios se inaugura en la tierra, este año de la vida tiene como su inicio, su peso más fuerte, en esa vida traída por María y acompañada por María. Y en este año de la vida creo que nos hará bien preguntarnos a nosotros como recibimos la vida. como la acompañamos. porque a veces no nos damos cuenta de lo que es la fragilidad de una vida. Quizá no caigamos en la cuenta de los peligros que la vida de una persona desde niño, desde su concepción hasta su muerte, tiene que atravesar. Entonces la pregunta que yo quisiera hacerles hoy, mirando a María que acompaña la vida, es: Sabemos acompañar la vida? La vida de nuestros chicos, de nuestros hijos y de los que no los son.Sabemos ponerle a los chicos alicientes en su crecimiento? Sabemos ponerles límites en su educación? Y los chicos que no son nuestros, aquellos que -y perdonen la expresión- parecen los “chicos de nadie”. me preocupan a mí también? Son vida! Es hálito de Dios! O me preocupa más cuidar a mi mascota, la que como no tiene libertad con su instinto me va a devolver lo que yo creo es cariño. Alguna vez pensé que lo que gasto en cuidar una mascota podría ser alimento y educación de otro chico que no lo tiene? Cuido la vida de los chicos cuando crecen? Me preocupo por sus compañías? ¿Me preocupo para que crezcan maduros y libres? Sé educar en la libertad a mis hijos? Me preocupo de sus diversiones?... A veces cuando vemos los programas de ciertos viajes de egresados uno se pregunta si esto es cuidar la vida o es preparar el camino para que quemen todos los cartuchos que puedan. Yo cuido eso? Y la vida sigue creciendo. y María la sigue acompañando. y yo como María la acompaño? Que tal tus padres? Que tal tus abuelos? Que tal tus suegros? Los acompañás? Te preocupás por ellos? Los visitás? A veces es muy doloroso pero no queda más remedio que estén en un geriátrico por las situaciones de salud o de la misma familia. pero, cuando están ahí, desgasto un sábado o domingo para estar con ellos? Cuidás esa vida que se está apagando y te dio la vida a vos??
En este año de la vida el Papa quiere que veamos todo el curso de la vida, en cada paso está María aquí. La que cuidó la vida desde el principio y la sigue cuidando en nosotros como Iglesia que está caminando. Lo peor que nos puede pasar es que carezcamos de amor para cuidar la vida y María es la mujer del amor. Si no hay amor no hay lugar para la vida. Sin amor hay egoísmo y uno se enrosca para acariciarse a sí mismo. Amor le pedimos hoy a María para cuidar la vida. Amor y coraje! Alguno me podrá decir: “Pero Padre, en esta civilización mundial que parece apocalíptica como podremos llevar el amor en medio de tantas contradicciones y cuidar la vida hasta sus últimas consecuencias.?” El gran Papa Pío XI dijo una frase muy dura: “Lo peor que nos pasa no son los factores negativos de la civilización sino lo peor que nos pasa es la somnolencia de los buenos”.
Tenés coraje para asumir este camino que asumió María de cuidar la vida desde el principio hasta el final? O estas somnoliento? Y si lo estás. que es lo que te anestesia? Porque María no concedía anestesias al amor! Y hoy le pedimos a ella: “Madre, que amemos en serio, que no seamos somnolientos, y que no nos refugiemos en las mil y una anestesia que nos presenta esta civilización decadente”. Que así sea.
Buenos Aires, 25 de marzo de 2011.
Cardenal Jorge M. Bergoglio , s.j.

Desgrabación de la homilía del Sr. Arzobispo de Buenos Aires Cardenal Jorge Mario Bergoglio s.j., con motivo de la Misa en memoria de las víctimas del trabajo esclavo a los 5 años del incendio del taller clandestino de Luis Viale 1269.
Después de haber escuchado la Palabra de Dios hagamos un instante de silencio en nuestro corazón para recordar a siete personas, que trabajaban aquí en un régimen de esclavitud hace cinco años. Harry Rodríguez Palma tenia 5 años; Wilfredo Quispe Mendoza 15 años; Juana Vilma Quispe 25 años y un hijo que llevaba en el vientre cuyo nombre solo Dios conoce; Elías Carabajal Quispe 10 años; Rodrigo Quispe Carabajal 4 años y Luis Quispe 4 años. Esos chicos que tenían toda una vida por delante, chicos como algunos que están sentados aquí. Ellos vieron truncada la vida por una conducta que se repitió siempre a lo largo de la historia y que en la Biblia aparece manifestada por un señor muy poderoso que se llamaba Herodes, a quien no le importa matar a los chicos con tal de lograr su cometido. Esos chicos mueren en este incendio en una casa clandestina de trabajo esclavo. Dios le dijo una vez a Caín: “La sangre de tu hermano clama justicia.”. Esa frase de Dios la repetimos hoy: ”La sangre de estos siete hermanos nuestros clama justicia”. Se ha degenerado el sentido del trabajo porque el trabajo es lo que te da dignidad.
La dignidad la tenemos por el trabajo, porque nos ganamos el pan, y eso nos hace mantener la frente alta. Pero cuando el trabajo no es lo primero sino que lo primero es la ganancia, la acumulación de dinero, ahí empieza una catarata descendente de degradación moral. Y termina esta catarata en la explotación de quien trabaja. Esta frase no es mía, la dijo ayer el Papa en una audiencia. Cuando se revierte el verdadero fin del trabajo el centro del trabajo que es la persona empieza a crecer el afán de dinero insaciable y ahí todos los medios para terminar en la esclavitud.
Una vez dije en Constitución, en una anterior misa por las víctimas de la esclavitud y exclusión, que lo que nos enseñaban en el colegio sobre que la asamblea del año 13 había abolido la esclavitud eran cuentos chinos. a los más está en un escrito. Pero en esta Buenos Aires tan vanidosa, tan orgullosa, sigue habiendo esclavos! Sigue habiendo esclavitud! Todo se arregla. Buenos aires es coimera y lo es de alma, y el recurso a la coima tapa todo. Los corazones se endurecen.
Hoy rezábamos el Salmo 24: “.Cuando escuchen la voz del Señor no endurezcan el corazón...“haciendo referencia a la escena de la roca dura que Moisés golpea y sale agua. La voz del Señor clama por estos siete hijos muertos, y muertos en esclavitud. La voz del Señor golpea con su Palabra tantos corazones de piedra, y hoy venimos a rezar para que esos corazones dejen brotar aguas de lágrimas, de arrepentimiento, de cambio de vida. Para que esos corazones no piensen que esto no se paga, seducidos por la costumbre del “como arreglamos”. Se paga aquí o allá pero se paga!. Pero sobre todo venimos a pedirle al Señor que nuestros corazones crezcan en conciencia, que no tengamos miedo de luchar por esta justicia que, hoy podemos repetir otra vez, es tan largamente esperada.
Justicia por estos hombres y mujeres sometidos a la trata de personas en cualquiera de los rubros. talleres clandestinos, prostitución, chicos sometidos en trabajos de granjas y los cartoneros que no han podido todavía unificarse, como algunos de ustedes lo han podido hacer gracias a Dios, por los que viven de las migajas que caen de la mesa de los satisfechos. Estos no pueden sentir a Dios. Porque el endurecimiento de los satisfechos es algo muy duro difícil de explicar, tienen el corazón empachado de los valores que ellos creen que valen y no dejan entrar a la Palabra de Dios. Por eso Señor te pedimos que cuando les golpees el corazón a ellos que no se endurezcan, que abran el corazón.
Rezamos también por todos ustedes, por nosotros, por tantos que no conocemos y están en esta situación. Y de una manera especial quiero rezar por los que están aquí y que tienen coraje! Y que arriesgan la vida a cada instante para luchar por la justicia y denunciar que en Buenos Aires todavía hay mucho trabajo esclavo!. Que Dios los fortalezca, que Dios los mantenga allí en esa lucha por el hermano, por la justicia, una lucha por el amor de Dios. La gran ilusión de Jesús es que estuviéramos hermanados, pero el otro proyecto, el contrario, es muy fuerte, es muy fuerte. Y somos víctimas de la compra y venta. Compra y venta de cariño, de amor, de personas, de trabajo.
A los responsables de la muerte de esta gente, de estos chicos sobre todo, a los Herodes que todavía viven en Buenos Aires y que se enriquecen con la sangre de los chicos, que se enriquecen con la sangre de los pobres, que Dios les toque el corazón y los convierta. Y a nosotros que nos toque el corazón para seguir luchando por justicia. Que así sea.
Buenos Aires, 27 de marzo de 2011.
Cardenal Jorge M. Bergoglio , s.j.

Homilía del Sr. Arzobispo en la Misa Crismal
Cada Jueves Santo, en la Misa Crismal, regresamos al eterno presente de esta escena, en la que Lucas resume simbólicamente todo el ministerio de nuestro Señor. Como en torno a una fuente nos reunimos para escuchar al Señor que nos dice: Esta escritura que acaban de oír se ha cumplido hoy.
El Señor hace suyo el texto de Isaías para iluminarnos acerca de su persona y su misión. Tiene la humildad de no utilizar palabras propias; simplemente asume lo que profetiza este hermosísimo texto que es continuación del libro de la Consolación.
Nosotros como sacerdotes participamos de la misma misión que el Padre encomendó a su Hijo y por eso, en cada misa Crismal, venimos a renovar la misión, a reavivar en nuestros corazones la gracia del Espíritu de Santidad que nuestra Madre la Iglesia nos comunicó por la imposición de las manos. Es el mismo Espíritu que se posaba sobre Jesús, el Sumo Sacerdote e Hijo amado, y que hoy se posa sobre todos los sacerdotes del mundo y nos envía y misiona en medio del pueblo fiel de Dios.
En el Nombre de Jesús somos enviados a predicar la Verdad, a hacer el Bien a todos y a alegrar la vida de nuestro pueblo. La misión se desplega simultáneamente en estos tres ámbitos. En los dos primeros es claro: todo anuncio del Evangelio se traduce siempre en algún gesto concreto de enseñanza, de misericordia y de justicia. Y esto no sólo como una acción imperativa que vendría después de la reflexión. En la matriz misma de la verdad evangélica lo que ilumina es el amor, y la verdad que brilla más en las parábolas del Señor es la verdad de la misericordia de un Padre que espera a su hijo pródigo, es la verdad que impulsa a salir de sí al corazón compasivo de un Buen Pastor, la verdad que hace el bien. El tercer ámbito, el de la alegría, el de la Gloria que es la belleza de Dios, merece que le dediquemos un momento de reflexión para “sentir y gustar” la Belleza de la misión. Lucas resume la belleza de la misión del Siervo con la imagen de poder vivir un “año de gracia”. Imaginemos un momento lo que significaría para un pueblo, conmocionado incesantemente por la violencia y la inequidad, poder vivir un año tranquilo, un año de celebración y de armonía. El profeta Isaías desarrolla la belleza de la misión con tres imágenes hermosas que giran en torno a la palabra “consolar”. Somos enviados a “consolar a los afligidos, a los afligidos de nuestro pueblo”. Y la consolación consiste en cambiar su ceniza por una corona, su ropa de luto por el óleode la alegría, y su abatimiento por un canto de alabanza. El profeta habla de “gloria” en vez de “cenizas”, de “óleo de júbilo” y de “palio de alegría” en vez de “espíritu de acedia” o espíritu sombrío (cfr. Is. 61: 1-3).
La alegría y la consolación son el fruto (y por lo tanto el signo evangélico) de que la verdad y la caridad no son verso sino que están presentes y operativas en nuestro corazón de pastores y en el corazón del pueblo al que somos enviados. Cuando hay alegría en el corazón del Pastor es señal de que sus movimientos provienen del Espíritu. Cuando hay alegría en el pueblo es señal de que lo que le llegó -como Don y como Anuncio- fue del Espíritu. Porque el Espíritu que nos envía es Espíritu de consolación, no de acedia. Sintamos y gustemos un instante estas imágenes de Isaías. Imaginemos a la gente como en los días de fiesta, bien vestida con su mejor ropa, con los ojos contagiados del brillo de las flores con que adorna la imagen de nuestra Señora y de los Santos, cantando y bendiciendo con unción y júbilo interior. ¡Qué bien pintan estas escenas el Espíritu con que Jesús da señales de que habita en medio de su pueblo! No son meramente decorativas. Hacen a la esencia de la misión, a la “dulce y confortadora alegría de evangelizar” que mencionaba Pablo VI, para que “el mundo actual -que busca a veces con angustia, a veces con esperanza- pueda recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos (el espíritu de la acedia), sino a través de ministros del Evangelio cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo” (Aparecida 552).
No basta con que nuestra verdad sea ortodoxa y nuestra acción pastoral eficaz. Sin la alegría de la belleza, la verdad se vuelve fría y hasta despiadada y soberbia, como vemos que sucede en el discurso de muchos fundamentalistas amargados. Pareciera que mastican cenizas en vez de saborear la dulzura gloriosa de la Verdad de Cristo, que ilumina con luz mansa toda la realidad, asumiéndola tal como es cada día.
Sin la alegría de la belleza, el trabajo por el bien se convierte en eficientismo sombrío, como vemos que sucede en la acción de muchos activistas desbordados. Pareciera que andan revistiendo de luto estadístico la realidad en vez de ungirla con el óleo interior del júbilo que transforma los corazones, uno a uno, desde adentro.
El espíritu amargado y ensombrecido por la acedia, resume la actitud opuesta al Espíritu de la consolación del Señor. El mal espíritu de la acedia avinagra con el mismo vinagre tanto a los embalsamadores del pasado como a los virtualistas del futuro. Es una y la misma acedia, y se discierne porque trata de robarnos la alegría del presente: la alegría pobre del que se deja contener por lo que el Señor le da cada día, la alegría fraterna del que goza compartiendo lo que tiene, la alegría paciente del servicio sencillo y oculto, la alegría esperanzada del que se deja conducir por el Señor en la Iglesia de hoy. Cuando Jesús afirma “Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oir” está invitando a la alegría y a la consolación del hoy de Dios. Y fíjense que de hecho es lo primero que acontece como gracia en el corazón de los presentes quienes, como dice Lucas, daban testimonio y estaban admirados de las palabras de gracia que salían de su boca. Pero la consolación no es una emoción pasajera sino una opción de vida. Y los paisanos de Jesús optaron por la acedia: “Habla bien pero por qué no hace aquí entre nosotros lo que dicen que hizo en Cafarnaúm”. Y vemos la misión universal del Siervo rebajada a una interna entre Nazareth y Cafarnaúm. Las internas eclesiales son hijas de la tristeza y siempre generan tristeza.
Cuando digo que la consolación es una opción de vida hay que entender bien que es una opción de pobres y de pequeños, no de vanidosos ni de agrandados. Opción del pastor que se confía en el Señor y sale a anunciar el evangelio sin bastones ni sandalias de más y que sigue a la paz -esa forma estable y constante de la alegría- dondequiera que el Señor la haga descender.
Este Espíritu de consolación no sólo está en el “antes de salir a misionar”. También nos espera, con su alegría abundante, en medio de la misión, en el corazón del pueblo de Dios. Y si sabemos mirar bien, en el ámbito de la alegría, es más lo que tenemos para recibir que lo que tenemos para dar. Y cuánto alegra a nuestro pueblo fiel poder alegrar a sus pastores. Cómo se alegra nuestra gente cuando nos alegramos con ella, y esto simplemente porque necesita pastores consolados y que se dejan consolar para que conduzcan no en la queja ni en la ansiedad sino en la alabanza y la serenidad; no en la crispación sino en la paciencia que da la unción del Espíritu.
La Virgen, quien recibe en abundancia las consolaciones de nuestra gente -que como Isabel, constantemente le está diciendo “¡feliz de Ti que has creído”, y “bendita entre las mujeres” “bendito el fruto de tu vientre, Jesús!”- nos haga participar de este Espíritu de Consolación para que nuestro Anuncio de la Verdad sea alegre y nuestras obras de Misericordia estén ungidas con óleo de júbilo.
Buenos Aires, 21 de abril 2011 Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.

Homilía del Sr. Arzobispo en la Vigilia Pascual
Amanecía el domingo cuando estas mujeres que amaban tanto a Jesús fueron a visitar el sepulcro. Ese sepulcro frente al cual habían estado sentadas (cfr. Mt. 27: 61) el viernes anterior y contemplaron la sepultura del Señor; ese sepulcro del cual se alejaron porque comenzaba el descanso sabático prescripto por la Ley (cfr. Ju. 19: 42). Ese sepulcro clausurado por aquella piedra que José de Arimatea hizo rodar y a la cual la inquietud de una mala conciencia mandó asegurar y sellar (Mt. 27:66). Esa piedra clausuraba definitivamente las expectativas de salvación que habían creado la vida y la predicación de Jesús. Esa piedra, asegurada, sellada y custodiada por los guardias constituía un “mentís” a tantas promesas. Esa piedra proclamaba un fracaso contundente y esas debilitadas mujeres caminaban , tristes hacia ese monumento al fracaso.
Y    luego Dios dice ¡Basta!, viene el terremoto y el Ángel del Señor con la fuerza relampagueante de una verdad nueva hace rodar la piedra en sentido inverso; se abre ese sepulcro ya vacío. Y le dice el Ángel a las mujeres: “no está aquí porque ha resucitado como lo había dicho”. entonces ellas recordaron, recordaron aquella chispita de esperanza a la que no le habían dado lugar en el corazón. De aquí en más, los seguidores de Jesús sabemos que más allá de un sepulcro siempre hay esperanza. Lo que no pudo la piedra de nuestra autosuficiencia lo sembró el poder de Dios en la carne escarnecida y renovada de su Hijo Jesús. Habían querido “asegurar” la muerte y -sin saberlo ni creerlo- aseguraron la vida a toda la humanidad.
Se dan distintos sentimientos ante esta piedra removida hacia atrás. Los guardias tiemblan de espanto y quedan “paralizados, como muertos”. Las mujeres están aterrorizadas pero el anuncio del Ángel las llena de alegría y “se alejan rápidamente del sepulcro”. A los guardias los paraliza su adhesión a la muerte; a ellas el anuncio de vida le colma la esperanza y les regala la alegría, esa alegría que las impele a salir corriendo para dar la noticia. La muerte paraliza, la vida impulsa a comunicarla.
Ellas son portadoras de una noticia: Jesús no había mentido, estaba vivo y lo habían visto. Los guardias, petrificados en su estrechez existencial, solo atinan andar el camino hacia la protección fugaz y coyuntural de la coima. Así continúa el texto bíblico: “Mientras ellas se alejaban, algunos guardias fueron a la ciudad para contar a los sumos sacerdotes todo lo que había sucedido. Estos se reunieron con los ancianos y, de común acuerdo, dieron a los soldados una gran cantidad de dinero, con esta consigna: Digan así: sus discípulos vinieron durante la noche y robaron el cuerpo mientras dormíamos. Si el asunto llega a oídos del gobernador, nosotros nos encargaremos de apaciguarlo y de evitarles a Ustedes cualquier contratiempo. Ellos recibieron el dinero y cumplieron la consigna (Mt: 28: 11-15).
Contemplando los sentimientos opuestos que tenían las mujeres y los guardias, nos cabe la pregunta sobre nosotros, que estamos hoy aquí celebrando la Vida nueva, la que Jesús Resucitado nos ofrece y regala. ¿Qué nos atrae más: la seguridad clausurada del sepulcro o esa alegre inseguridad del anuncio? ¿Dónde está nuestro corazón: en la certeza que nos ofrecen las cosas muertas, sin futuro, o en esa alegría en esperanza de quien es portador de una noticia de vida? ¿Corremos en pos de la Vida con la promesa de hallarla en esa Galilea del encuentro o preferimos la coima existencial que nos asegura cualquier piedra que clausura y anula nuestro corazón? ¿Prefiero la tristeza o un simple contento paralizante, o me animo a transitar la alegría, ese camino de alegría que nace del convencimiento de que mi Redentor vive?
Moisés, antes de morir, reunió al pueblo y les dijo: “Hoy pongo delante de ti la vida y la felicidad (o) la muerte y la desdicha” (Deut. 30:15). Hoy también, en esta celebración litúrgica junto a Jesús Resucitado realmente presente en el altar, la Iglesia nos propone algo similar: o creemos en la contundencia del sepulcro clausurado por la piedra, la adoptamos como forma de vida y alimentamos nuestro corazón con la tristeza, o nos animamos a recibir el anuncio del Ángel: “No está aquí, ha resucitado” y asumimos la alegría, esa “dulce y confortadora alegría de evangelizar” que nos abre el camino a proclamar que Él está vivo y nos espera, en todo momento, en la Galilea del encuentro con cada uno.
Que el Espíritu Santo nos enseñe y ayude a elegir bien.
Buenos Aires, 23 de abril de 2011 Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.

Desgrabación de la homilía del Sr. Arzobispo de Buenos Aires Cardenal Jorge Mario Bergoglios.j., motivo de la Misa de Acción de Gracias por la beatificación de Juan Pablo II en la Catedral Metropolitana.
Este pasaje del Evangelio que la Iglesia pone para este primer domingo después de Pascua, nos trae la formulación de un nuevo credo, del credo pascual. Ese acto de fe tan chiquito y tan denso que el espíritu Santo inspira al corazón incrédulo de Tomás:”Señor mío y Dios mío”. Un credo sencillo pero hondo. Un credo que involucra toda la vida de Jesús, su pasión, su muerte y su resurrección: “Señor mío y Dios mío”.
Un credo que hoy les pido lo proclamen en el momento de la elevación, haciéndonos eco de este misterio gozoso de la Pascua y diciéndole al Señor, que compartió su vida con nosotros y nuestra muerte, que El es el Señor y el Dios: “Señor mío y Dios mío”. Todo el tiempo que sigue a la Resurrección del Señor lo ocupa El y sus ángeles en pacificar, en aquietar los corazones, en abrir las mentes, y el saludo pascual de los ángeles es un saludo de esperanza y de coraje: “No tengan miedo”. Lo primero que le dicen los ángeles a las mujeres: “No se espanten, no tengan miedo” porque el miedo era lo que se apoderó de los discípulos cuando el sepulcro estaba vació, cuando ven esos ángeles, o también cuando se aparece el Señor, creen que es un fantasma y El les tiene que decir: “Un fantasma no tiene cuerpo, tóquenme.” Y san Lucas tiene una frase muy bella sobre esto.
El miedo a la alegría. Era tal la alegría que tenían que se resistían a creer!! Porque tenían miedo que les pasara los que les sucedió con la primera alegría que terminó en frustración. El miedo a la alegría. Y Jesús dice: “No tengan miedo a la muerte porque le gané, la vencí.” No tengan miedo a los fantasmas porque yo estoy entre ustedes. No tengan miedo a la alegría, a la alegría de ese triunfo que ya poseemos. Y el acto de fe que la primera comunidad pone en boca de Tomás encierra todo esto: “Señor mío y Dios mío.”
El beato Juan Pablo nos dijo, repetidas veces ya desde el comienzo: “No tengan miedo” porque vivía contemplando a su Señor resucitado, él sabía que su Redentor vivía, él sabía que esas llagas abrevaban su corazón de pastor, que en esas llagas encontraba refugio y coraje, y nos lo quiso transmitir de entrada: “No tengan miedo”. Hace unos días, en una bellísima expresión, el arzobispo de Cracovia, Cardenal Dziwisz, refiriéndose a esta frase dijo: “aquel no tengan miedo (que pronunció el Papa) derribó dictaduras.” El coraje, la firmeza, que nos da la resurrección de Cristo, la serenidad de ser perdonados por la misericordia que encontramos en sus llagas, nos quitan el miedo.
Que hoy siga resonando en nuestros oídos y en nuestro corazón esa frase de Jesús, de los ángeles y del beato Juan Pablo: “No tengan miedo”. Y que como respuesta nuestra, con el corazón de rodillas, le digamos a este Señor resucitado: “Señor mío y Dios mío.” Que así sea.
Buenos Aires, 1 de mayo de 2011 Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.

Homilía del Arzobispo de Buenos Aires en la Misa de Clausura del Congreso Nacional de Doctrina Social de la Iglesia
Entonces, Pedro poniéndose de pie con los Once, levantó la voz y dijo: “Hombres de Judea y todos los que habitan en Jerusalén, presten atención, porque voy a explicarles lo que ha sucedido.
Israelitas, escuchen: A Jesús de Nazaret, el hombre que Dios acreditó ante ustedes realizando por su intermedio los milagros, prodigios y signos que todos conocen, a ese hombre que había sido entregado conforme al plan y a la previsión de Dios, ustedes lo hicieron morir, clavándolo en la cruz por medio de los infieles. Pero Dios lo resucitó, librándolo de las angustias de la muerte, porque no era posible que ella tuviera dominio sobre él. En efecto, refiriéndose a él dijo David:
Veía sin cesar al Señor delante de mí, porque él está a mi derecha
para que yo no vacile.
Por eso se alegra mi corazón y mi lengua canta llena de gozo.
También mi cuerpo descansará en la esperanza, porque tú no entregarás mi alma al Abismo,
ni dejarás que tu servidor sufra la corrupción.
Tú me has hecho conocer
Los caminos de la vida
y me llenarás de gozo en tu presencia.
Hermanos, permítanme decirles con toda franqueza que el patriarca David murió y fue sepultado, y su tumba se conserva entre nosotros hasta el día de hoy. Pero como él era profeta, sabía que Dios le había jurado que un descendiente suyo se sentaría en su trono. Por eso previó y anunció la resurrección del Mesías, cuando dijo que no fue entregado al Abismo ni su cuerpo sufrió la corrupción. A este Jesús, Dios lo resucitó, y todos nosotros somos testigos. Exaltado por el poder de Dios, él recibió del Padre el Espíritu Santo prometido, y lo ha comunicado como ustedes ven y oyen. (Hech. 2:14, 22-33)
Y       ya que ustedes llaman Padre a aquel que, sin hacer acepción de personas, juzga a cada uno según sus obras, vivan en el temor mientras estan de paso en este mundo. Ustedes saben que fueron rescatados de la vana conducta heredada de sus padres, no con bienes corruptibles, como el oro y la plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, el Cordero sin mancha y sin defecto, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos para bien de ustedes, Por él, ustedes creen en Dios, que lo ha resucitado y lo ha glorificado, de manera que la fe y la esperanza de ustedes estén puestas en Dios. ( Pedro 1:17-21)
Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. El les dijo: “¿Que comentaban por el camino?”. Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: “¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!” “¿Qué cosa?”, les preguntó. Ellos respondieron: “Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quién librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y, al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron”.
Jesús les dijo: “¡Hombres duros de entendimiento, como les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?”. Y comenzando por Moisés y continuando con todos los Profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él.
Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: “Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba”. El entró y se quedó con ellos.
Y       estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: “¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”.
En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y estos les dijeron: “Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!”. Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. (Lc. 24: 13-35)
1.       Las lecturas que la Iglesia nos propone este domingo, marcadamente pascuales, proclaman la realidad contundente de nuestra fe: Cristo está vivo; él se hizo hombre, dio su vida por nuestra salvación, en sus llagas fuimos curados, murió, fue sepultado y resucitó al tercer día. En este clima pascual concluye el Congreso Nacional de Doctrina Social de la Iglesia, la cual no es un simple código de mandatos y conductas o una postura partidista sino la consecuencia, en la vida social, del anuncio de este hecho de salvación.
Se trata de un diálogo entre Cristo Resucitado y nuestro mundo. Miramos al Señor en el Evangelio y nos preguntamos: ¿Qué esperaba Jesús de cada persona que venía a su encuentro? Ciertamente su fe, esa fe capaz de confiar, de esperarlo todo de Él y de expresarse en gestos de caridad.
Y   si miramos a nuestro mundo actual y nos preguntamos ¿en qué actitud espiritual ha venido a desembocar esta civilización? la palabra que se escucha, resonando, detrás de todas las otras, ¿no es acaso “desencanto”?
Diálogo entre Cristo salvador y sus propuestas de justicia y amor, con un mundo desencantado.
2.       Los síntomas del desencanto son variados pero quizás el más claro sea el de los “encantamientos a medida”: el encantamiento de la técnica que promete siempre cosas mejores, el encantamiento de una economía que ofrece posibilidades casi ilimitadas en todos los aspectos de la vida a los que logran estar incluidos en el sistema, el encantamiento de las propuestas religiosas menores, a medida de cada necesidad ^ El desencanto tiene una dimensión escatológica. Ataca indirectamente, poniendo entre paréntesis toda actitud definitiva y, en su lugar, propone esos pequeños encantamientos que hacen de “islas” o de “tregua” frente a la falta de esperanza ante la marcha del mundo en general. De ahí que la única actitud humana para romper encantamientos y desencantos es situarnos ante las cosas últimas y preguntarnos: en esperanza ¿vamos de bien en mejor subiendo o de mal en peor bajando? Y surge entonces la duda. ¿Podemos responder? ¿Tenemos, como cristianos, la palabra y los gestos que marquen el rumbo de la esperanza para nuestro mundo? ¿O, como los discípulos de Emaús y los que quedaron en el cenáculo, somos los primeros que necesitamos ayuda?
Necesitamos de una buena dosis de humildad para responder a estos planteos. Y, con esta humildad, volver al Evangelio con la sed de un odre nuevo. El desencanto del mundo moderno -que en esa tercera parte de la humanidad que vive y muere en la miseria más espantosa no es sólo desencanto sino desesperación, en algunos rabiosa, en otros resignada- nos recuerda esos dos pasajes del Evangelio que hablan de la direccionalidad 131 hacia la que se orienta la vida: la de los discípulos que se alejaban (bajaban) de Jerusalén hacia Emaús y la del hombre asaltado por los ladrones que bajaba de Jerusalén a Jericó.
3.        Las dos situaciones son similares. Tanto en el dolor del hombre herido que yace semiconsciente sin posibilidad de salvarse dando la impresión de que no se puede hacer nada efectivo por él, como en el desencanto auto-consciente y lleno de razones de Cleofás, late la misma falta de esperanza. Y eso es precisamente lo que conmueve las entrañas misericordiosas de Jesús, que emprende el camino descendente que llevan ellos y se abaja, se hace compañero y se oculta lleno de ternura en esos pequeños gestos, gestos de projimidad, donde toda la palabra está hecha carne: carne que se acerca y abraza, manos que tocan y vendan, que ungen con aceite y restañan con vino las heridas. carne que se acerca y acompaña, que escucha. manos que parten el pan.
La cercanía del Señor resucitado que camina -desconocido- con los pequeños del pueblo, que suscita en tantos corazones la compasión del buen Samaritano, es lo único que puede lograr encender en muchos corazones el fuego de la primera caridad, para volver a la sociedad con el entusiasmo final de los discípulos de Emaús y salir a proclamar la alegría del Evangelio. Se trata del encuentro con Jesucristo vivo; pero tenemos que redescubrir su modo de acercarse para curar al herido, para desbaratar desencantos, para ofrecer la alegría de la dignidad humana salvada. Allí encontraremos respuesta a la pregunta que repetidamente nos hacemos: ¿cómo podemos favorecer que se manifieste y se proteja, cada vez más, esa dignidad humana tantas veces pisoteada, explotada, disminuida, esclavizada?
4.        La categoría clave es la de “projimidad”. Y la projimidad es de ida y vuelta. El Señor que se nos aproxima cuando estamos mal y nos carga sobre sí hasta la posada es el mismo que, luego en Emaús, hace ademán de seguir de largo. Tantas veces nos ha socorrido y nuestros ojos no lo han reconocido porque no tuvimos tiempo de invitarlo a quedarse con nosotros, a compartir el pan. Y la promesa de volver a pagarnos “lo que hayamos gastado de más” sólo vale para los que hayan recibido y cuidado a sus heridos. A los otros les dirá “no los conozco” y ese temible “aléjense de mí” que es la esclerotización definitiva de la anti­projimidad.
La “projimidad” es el ámbito necesario para que pueda anunciarse la Palabra, la justicia, el amor, de modo tal que encuentre una respuesta de fe. Encuentro, conversión, comunión, y solidaridad son categorías que explicitan la “projimidad” como criterio evangélico concreto que se opone a las pautas de una ética abstracta o meramente espiritual. “La projimidad” es tan perfecta entre el Padre y el Hijo que de ella procede el Espíritu.
Es al Espíritu a quien pedimos despierte en nosotros esa particular sensibilidad que nos hace descubrir a Jesús en la carne de nuestros hermanos más pobres, más necesitados, más injustamente tratados porque, cuando nos aproximamos a la carne sufriente de Cristo, cuando nos hacemos cargo de ella, recién entonces puede brillar en nuestros corazones la esperanza, esa esperanza que nuestro mundo desencantado nos pide a los cristianos.
5.     No queremos ser esa Iglesia temerosa que está encerrada en el cenáculo, queremos ser la Iglesia solidaria que se anima a bajar de Jerusalén a Jericó, sin dar rodeos; la Iglesia que se anima a acercarse a los más pobres, a curarlos y a recibirlos. No queremos ser esa Iglesia desilusionada, que abandona la unidad de los apóstoles y se vuelve a su Emaús, queremos ser la Iglesia convertida que, después de recibir y reconocer a Jesús como compañero de camino de cada uno, emprende el retorno al cenáculo, vuelve llena de alegría a la cercanía con Pedro, acepta integrar con los otros la propia experiencia de projimidad y persevera en la comunión.
6.      Podemos decir que la medida de la esperanza está proporcionalmente relacionada con el grado de projimidad que se da entre nosotros. En una Argentina abierta, en la que conviven mejor que en otros sitios hombres de tantas razas y credos, el terreno está bien dispuesto para que crezca esa projimidad en todo su esplendor y calidad.
Rosario, 8 de mayo de 2011.
Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.
En lo económico puede verse una cierta “resignación” ante lo que parecen ser consecuencias inevitables de una economía globalizada para lo cual no hay alternativas. Este pensamiento económico influye en la política, haciendo que la participación en ella pierda connotaciones éticas y todo pase por un fatalista estar incluido o excluido del sistema. También en la Iglesia aparece mucho la palabra desencanto cuando se habla por ej: de lo que se esperaba “del concilio” o, en América Latina . “lo que se esperaba” de los cambios sociales. La pérdida del sentido general de la vida y la resignación ante lo dado se traducen en este desencanto, que, visto evangélicamente, nos recuerda al de los discípulos de Emaús. Ese “nosotros esperábamos, pero, ya van tres días.” bien podría ser la expresión de lo que siente el corazón de muchos hombres que se van alejando de una Iglesia desolada
[2]       Lo que llamamos mundo occidental, que se configuró en diálogo con el cristianismo, en la misma medida en que se globaliza en economía y tecnología, contagia su desencanto. Las religiones antiguas no resisten el avance de la modernidad y se encierran en fundamentalismos o en fugas hacia lo esotérico (interior), pero no tienen respuesta global a los problemas de la humanidad. Es aquí donde la Iglesia no debe confundir su papel. Aunque se ha mostrado capaz de responder con cierta gallardía los embates del pensamiento moderno y contemporáneo - volverse a los pobres sin caer en el marxismo, incorporar la tecnología sin caer en el funcionalismo.- corre el riesgo de perder el sentido de su misión propia.
[3]       cfr. Lc. 24: 13-35 y Lc. 10: 29-37

Homilía del Sr. Arzobispo en la Misa de apertura de la 102 Asamblea de la Conferencia Episcopal
Los Apóstoles regresaron entonces del monte de los Olivos a Jerusalén: la distancia entre ambos sitios es la que está permitida recorrer el día sábado. Cuando llegaron a la ciudad, subieron a la sala donde solían reunirse. Eran Pedro, Juan, Santiago, Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé, Mateo, Santiago, hijo de Alfeo, Simón el Zelote y Judas, Hijo de Santiago. Todos ellos, íntimamente unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de algunas mujeres, de María la madre Jesús, y de sus hermanos.
Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse. (Hechos 1:12-1; 2:1-4)
Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en Cristo
Con toda clase de bienes espirituales en el cielo,
y nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo,
para que fuéramos santos
e irreprochables en su presencia, por el amor.
El nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, que nos dio en su Hijo muy querido.
En él hemos sido redimidos por su sangre y hemos recibido el perdón de los pecados, según la riqueza de su gracia, que Dios derramo sobre nosotros, dándonos toda sabiduría y entendimiento.
El nos hizo conocer el misterio de su voluntad,
conforme al designio misericordioso
que estableció de antemano en Cristo,
para que se cumpliera en la plenitud de los tiempos:
reunir todas las cosas, las del cielo y las de la tierra,
bajo un solo jefe, que es Cristo.
En él hemos sido constituidos herederos, y destinados de antemano -según el previo designio del que realiza todas las cosas conforme a su voluntad­a ser aquellos que han puesto su esperanza en Cristo, para alabanza de su gloria.
En él, ustedes,
los que escucharon la Palabra de la verdad, la Buena Noticia de la salvación, y creyeron en ella,
también han sido marcados con un sello por el Espíritu Santo prometido.
Ese Espíritu es el anticipo de nuestra herencia y prepara la redención del pueblo que Dios adquirió para si, para alabanza de su gloria.
(Efesios 1:3-14)
Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre, y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quién él amaba. Jesús le dijo: “Mujer, aquí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Aquí tienes a tu madre”. Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa. (Jn. 19: 25-27)
María, la mujer que “está”. Está junto a la cruz de Jesús, (Ju. 19:25), está en medio de los discípulos en el cenáculo (Hech. 1: 14), así nos la presenta hoy la Iglesia como “la mujer que está”. Estuvo presente a lo largo
de toda la vida de Jesús y se nos muestra ahora en el inicio mismo de la Iglesia. Los discípulos llegan al cenáculo junto a Ella e, íntimamente unidos, se dedican a la oración esperando la promesa del Padre, tal como Jesús se lo había indicado: “La promesa que yo les he anunciado. Porque Juan bautizó con agua pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo, dentro de pocos días” (Hech. 1: 4-5). La promesa que los hará adultos y les dará fuerza para ser testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta los confines de la tierra (cfr. Hech 1: 8). La promesa del Paráclito que estará siempre con ellos (cfr. Jn. 14:16), “el Espíritu de la Verdad a quien el mundo no puede recibir” (Ju: 14: 17), “el Paráclito que. les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho” (Ju 14: 26).
Mientras esa primera comunidad cristiana recordaba y esperaba esta promesa de Jesús reconfortándose unos a otros por la fe que tenían en común (cfr. Rom. 1: 12), María -en su corazón- no podía dejar de evocar aquella otra promesa acaecida décadas atrás: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc. 11: 35) y esa memoria cimentaba la esperanza; el Espíritu Santo, así como lo hizo con ella, lo haría con la Iglesia naciente, la fecundaría para que Cristo fuera dado a luz en cada hombre y mujer que dijese “sí” a la promesa del Señor.
Porque existe una misteriosa relación entre María, la Iglesia y cada alma fiel. María y la Iglesia ambas son madres, ambas conciben virginalmente del Espíritu Santo, ambas dan a luz para Dios Padre una descendencia sin pecado. Y también puede decirse de cada alma fiel. La Sabiduría de Dios lo que dice universalmente de la Iglesia lo dice de modo especial de la Virgen e individualmente de cada alma fiel. (cfr. Isaac del Monasterio de Stella, Sermón 51, PL 194, 1865).
La mujer “que está” señala el camino a la Iglesia y a cada alma para que sean una Iglesia y unas almas “que estén” en espera, abiertas a la venida del Espíritu que defiende, enseña, recuerda, consuela. Ese Espíritu manifiesta la consolación tan esperada por Israel, que ansiaba el corazón de Simeón y de Ana (cfr. Lc. 1: 25) y los condujo hacia el encuentro con Jesús y a su ulterior reconocimiento (Lc. 1: 26) como la salvación, la luz y la gloria.
El Espíritu, anticipo de nuestra herencia (Ef. 1: 14), nos marca con un sello (Ef. 1: 13) y nos unge (cfr. 2 Cor. 1: 21-22). El sello y la unción del Espíritu animan y configuran una Iglesia consolada, un alma consolada. No siempre caemos en la cuenta de que ésta ha de ser nuestra manera habitual de vivir: en consolación espiritual. Aun en los momentos de tribulación no falta, a quien está sellado y ungido por el Espíritu, la honda paz del alma, que es el primer grado de consolación. Los mártires dan testimonio de esto y el mismo Jesús se refirió a esta realidad: “Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí”. (Mt. 5: 11). María, sellada y ungida por el Espíritu Santo, desborda en consolación y alaba al Señor recorriendo la gesta de Dios a través de la historia (cfr. Lc.1: 46-55) y, en su silencio doloroso al pie de la cruz, en la dolorosa paz interior de su paciencia, sigue repitiendo esta gesta de Dios en la historia que, para ella, es fundamento de esperanza.
Me pregunto si, como pastores, estamos acostumbrados a conducir al pueblo de Dios desde la consolación espiritual, aunque estemos desorientados o desolados por situaciones difíciles o contradictorias (cfr. 2 Cor. 1:3-5) Si, como María, le damos lugar en nuestro corazón al Espíritu, que es Paráclito, fuente de consolación, o nos turbamos como le sucedió aquella vez al pueblo de Israel y se estremece nuestro corazón como se estremecen por el viento los árboles del bosque (cfr.. Is. 7: 2). Si nos animamos a abrirnos al consuelo prometido del Señor: “Mantente alerta y no pierdas la calma; no temas y que tu corazón no se intimide” (Is.7: 4). ¡Cuanta fuerza recibe el pueblo fiel de Dios cuando siente que sus pastores lo guían desde la consolación espiritual! Ése es el espíritu que ponía María en medio de los discípulos y los preparaba así a la venida del Espíritu Santo.
María, “la mujer que está,” figura primigenia de la Iglesia y del alma fiel. La mujer que está engendrando a Cristo por la fuerza del Espíritu. La mujer de la paz en medio del dolor y de la tribulación. La mujer que “elevada a la gloria de los cielos, acompaña a la Iglesia peregrina con amor maternal, y con bondad protege sus pasos hacia la patria del cielo, hasta que llegue el día glorioso del Señor” (Prefacio de la Misa de Santa María, Madre de la Iglesia). Así está en Luján, callada, transmitiendo paz y consuelo. Así la vive y la quiere nuestro pueblo fiel que, al mirarla, llora desde su corazón pacificado. Ese pueblo que deja que el Espíritu le marque la ruta hacia Cristo; pueblo sencillo, pobre y humilde que pone su esperanza en el Señor; pueblo que quiere bautizar a sus hijos a los pies de la Madre, pueblo incomprendido por la elites ilustradas, pueblo que para las izquierdas ateas es alienado y para las derechas descreídas, supersticioso; pero para Ella es hijo pecador y fiel, capaz de permitir que el Espíritu Santo le enseñe y recuerde el camino de Jesús.
Y    así queremos mirarla nosotros, obispos, en ésta su fiesta: Madre “que está”, y metiéndonos en medio de su pueblo fiel, pedirle la gracia de poder vivir en consolación espiritual, aun en medio de las tribulaciones y, desde ese espíritu de consolación espiritual, conducir al santo pueblo fiel de Dios.
Pilar, 9 de mayo de 2011.
Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.

HOMILÍA del Sr. ARZOBISPO en el TEDEUM del 25 de MAYO
En aquel tiempo, Jesús dijo: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana. (Mat. 11: 25-30)
1.     Este pasaje del Evangelio nos sorprende con la íntima expresión orante, casi litúrgica, de Jesús que se empequeñece ante nuestros ojos a la vez que se abre al infinito de Dios en su calidez de Padre. Jesús descansa en su centro más profundo: el de sentirse Hijo amado, y hermanado en aquellos mismos pequeños que recibieron de sus manos ese amor del Padre.
Ese amor alivia, suaviza, apacienta y en él la vida deja de ser una carga. La solidaridad fraternal que crea quita el agobio y ese peso desmedido con el que nuestra propia presunción y obstinación ahogan el alma. Dios nos hermana en Jesucristo, para que su amor cuidadoso, paciente, estimulante, nos libere de la ceguera y coraza del propio orgullo y vanidad, revelándonos que, en ese Amor, una vida distinta es posible. Hoy queremos dejarnos iluminar por ese amor de Dios para avivar el sueño memorable que nos acerca la historia de quienes nos precedieron, los que gastaron su vida para que pudiéramos estar aquí. Los que nos hermanaron en su amor a la Patria con su trabajo y lucha por ella, los que se dejaron inspirar en su fe para tener generosidad grande, entrega sin medida.
2.        El pasaje evangélico nos habla de la humildad. La humildad revela, a la pequeñez humana autoconsciente, los potenciales que tiene en sí misma. En efecto, cuanto más conscientes de nuestros dones y límites, las dos cosas juntas, seremos más libres de la ceguera de la soberbia. Y así como Jesús alaba al Padre por esta revelación a los pequeños, deberíamos también alabar al Padre por haber hecho salir el sol de mayo en quienes confiaron en el don de la libertad, esa libertad que hizo brotar en el corazón de aquel pueblo que apostó a la grandeza sin perder conciencia de su pequeñez.
Intereses y tendencias distintas no ahogaron la semilla que fue creciendo en sacrificio, heroísmo y entrega amorosa al deseo de construir la patria.
La memoria de mayo nos señala el arrojo de quienes se fortalecieron en su humilde condición y no escatimaron sacrificios, renuncias, despojos y muerte para el largo camino de construir un hogar para todos los de buena voluntad que poblaron este suelo.
No cimentaron la patria en delirios de grandezas desafiantes y poco creíbles, sino en el cotidiano construir, luchar, equivocarse y rectificarse.
Basta recorrer estos doscientos años para ver que hubo, como habrá siempre, intereses mezquinos, ambiciones personales y de grupo; pero sólo perduró lo que fue construido para todos, para el Bien Común de todos.
3.    Elevando como Jesús nuestra mirada al Padre, reconoceremos a aquéllos que desde lo humilde, y sólo desde lo humilde, hoy como aquel entonces, pueden aportar y compartir. Aquéllos que pudieron y pueden liberarse del peso de todo lo desmedido que podría haber en sus ambiciones, y cobran vuelo en iniciativas, creatividad y entrega a lo más noble.
En esa memoria nos re-descubrimos, se nos revela verdaderamente que el cariño de nuestro Padre Dios nos acompaña desde siempre en la grandeza humilde de muchos.
Pero sabemos también que nuestro buen Padre no se entromete en nuestra libertad, no interfiere ni cercena nuestras opciones. Si nosotros elegimos dormir el sueño de la autosuficiencia, si abandonamos la riqueza de lo humilde por creernos algo que no somos, dormiremos la pesadilla de un país que abandona su destino, y será nuestra culpa y sólo nuestra.
4.    Nos sentimos llamados a pedir la gracia de renovar nuestro espíritu, despertar a nuestra verdad que, por dura que parezca, no deja de ser esperanzadora, ya que el que se encuentra consigo mismo, con los demás y con Dios, se encuentra con la verdad, y sólo la Verdad nos hace libres (Jn 8: 33)
Con aquel aliento de Dios que inspiró la vida al crearnos con sus manos, y que nos vuelve al sentirnos reconocidos como hijos en El, pedimos para nuestro espíritu la capacidad y prontitud de escuchar, pensar y sentir para actuar de acuerdo a nuestro horizonte y anhelo de grandeza, pero con los pies en la tierra. Escuchar a lo alto como El escuchaba, ser oyentes (ob-audientes) para que se revele la verdad en la medida que se devela nuestro orgullo. Escuchar al Señor que inspira cosas grandes en el silencio del corazón propio
y del hermano, del amigo y del compañero. Ir reconstruyendo ese vínculo social desde lo consistente de la búsqueda común.
5.     Así es como crece y se despliega la sabiduría de nuestro pueblo, silencioso y trabajador, sin otra condición social más que la de ser humildes.
La sabiduría de los que cargan la cruz del sufrimiento, de la injusticia, de las condiciones de vida con que se enfrentan al levantarse todas las mañanas para sacrificarse por los propios.
La sabiduría de los que cargan la cruz de su enfermedad, de sus dolencias y pérdidas poniendo el hombro como Cristo.
La sabiduría de “miles de mujeres y de hombres que hacen filas para viajar y trabajar honradamente, para llevar el pan de cada día a la mesa, para ahorrar e ir de a poco comprando ladrillos y así mejorar la casa... Miles y miles de niños con sus guardapolvos desfilan por pasillos y calles en ida y vuelta de casa a la escuela, y de ésta a casa. Mientras tanto los abuelos, quienes atesoran la sabiduría popular, se reúnen a compartir y a contar anécdotas”.
Pasarán las crisis y los manipuleos; el desprecio de los poderosos los arrinconarán con miseria, les ofrecerán el suicidio de la droga, el descontrol y la violencia; los tentarán con el odio del resentimiento vengativo. Pero ellos, los humildes, cualquiera sea su posición y condición social, apelarán a la sabiduría del que se siente hijo de un Dios que no es distante, que los acompaña con la Cruz y los anima con la Resurrección en esos milagros, los logros cotidianos, que los animan a disfrutar de las alegrías del compartir y celebrar.
6.   Los que saborean esta mística, los sabios de lo pequeño, ellos son los que recurren a Aquél que los alivia, al abrazo tierno de Dios en el perdón o en la entrega solidaria de muchos que, en distintas actividades, dan de la riqueza de sí.
Porque la Palabra llena de amor, aunque sea en un gesto, libera. Libera del yugo que nos imponemos cuando nos proponemos lo imposible, nos castigamos con lo irrealizable, nos atosigamos hasta deprimirnos con nuestras ambiciones y necesidad de ser reconocidos, de resaltar, o con nuestra mendicidad de afecto: no es otra cosa el acumular poder y riqueza. La sabiduría del humilde no las necesita, sabe que él vale por sí mismo, se siente amado por su Padre y Creador, aun ante el desprecio, el abandono, la humillación.
Así nos lo enseñó el Maestro de la humildad, el que llevó ligero su Cruz a la Pasión.
7.      Por eso, y desde el camino de 200 años, el día de hoy nos invita a despertar, una vez más, a la humildad; a la humildad de aceptar lo que podemos y somos, a tener la grandeza de compartir sin engaños ni apariencias; porque las ambiciones desmedidas sólo lograrán que el supuesto vencedor sea el rey de un desierto, de una tierra arrasada, o el capataz de una propiedad foránea.
Los maquillajes y vestidos del poder y la reivindicación rencorosa son cáscara de almas que llenan su vacío triste y, sobre todo, su incapacidad de brindar caminos creativos que inspiren confianza. Es el vaciamiento consecuente de lo compulsivo de la soberbia en su manifestación más torpe, que es la veleidad.
El veleidoso, o vanidoso, es el que confunde pactos de contubernio con organización; escaramuzas con lucha; ventajismo con horizonte de grandeza. Como no se soporta a sí mismo necesita atemorizar a los demás y llena de palabras contradicentes lo que los hechos evidencian. Como carece de propuestas sólo enuncia reivindicaciones. Vive cuestionando, relativizando o trasgrediendo, porque sobrevive eternizando su adolescencia
Ninguno de nosotros está libre de la veleidad, es posiblemente un mal argentino, y tiene su castigo en la incapacidad para amar y recibir amor, escuchar al otro desde sí, hacerse cargo, com-padecer, ser solidario, acompañar, llevar los límites y diferencias, aceptar los límites y roles.
El veleidoso está solo. Aunque esté acompañado, aunque obligue a la reverencia y someta o quiera seducir o impactar con su actuación y discurso.
¿No es acaso la inseguridad veleidosa y mediocre lo que nos hace construir murallas ya sea de riqueza o poder o violencia e impunidad? Pues bien, la humildad de Jesús nos aligera, nos quita el yugo de nuestra vanidad e inseguridad, nos invita a confiar, a compartir para incluir.
8.       Queridos hermanos, la invitación de Jesús es a aligerarnos del peso de nosotros mismos, de esas simulaciones, falsas creencias y recetas rápidas que tanto nos gusta ensayar a todos, y retomar la confianza del trabajo fraterno, mancomunado, de largo plazo quizás.
Como lo aprendieron los humildes de nuestro pueblo, héroes conocidos y anónimos, que se sintieron hijos de Dios y de esta tierra.
Como Él mismo nos sugiere, confiar como hijos al igual que Él, que no escatimó esfuerzos y entrega aun sin ver los resultados.
La fraternidad en el amor como la vivió Jesús nos alivia, hace el yugo suave. No se trata de ser impecables pues nadie que se compromete deja de embarrarse, sino que se nos invita a no quedarnos en el chiquero que corrompe, porque Dios nos perdona siempre y nos eleva. Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros quienes nos cansamos de pedir perdón.
Desde la soberbia del “sálvese quien pueda,” o el aprovechar el desconcierto para acumular poder ocasional, se provoca la desintegración. Desde los desprendimientos que implica el saberse pequeños pero confiados, nace el gozo del construir juntos la grandeza de la patria.
Rezamos desde el corazón
Jesucristo Señor de la historia, danos la gracia de saber gozar de nuestra hermandad y amistad humilde que nos motive a construir juntos, porque nos sentimos hijos de tu Padre y Padre nuestro. Despierta nuestro corazón dormido en rivalidades y mezquindades, antes que sea tarde. Que no escuchemos con soberbia y ambición los miedos que nos vacían y ahuecan, sino que carguemos el yugo suave del compartir sin manipular, porque es un deber de justicia con nuestros hermanos, con nosotros mismos, y contigo.
María de Luján, que te quedaste como Madre en nuestra tierra para que la sintamos como un don, y transmites la ternura de Dios con tu presencia, tus manos, tu silencio; escucha el gemido de tu pueblo por una “justicia largamente esperada”. Escucha el lamento silencioso de los que se destruyen porque no sienten la esperanza, de los que se esfuerzan a diario y les pagamos con sobras, de los que ya no tienen memoria de la “alegría de ser”.
Tu rostro nos dice que no hay agobio que nos hunda, porque mirando a tu hijo Jesús como tú lo miras, encontramos la paz hasta en los momentos más duros.
Desde allí queremos recuperar la humildad que Él tanto nos enseñó, y que nos reaviva la confianza.
Que así sea.
Buenos Aires, 25 de mayo de 2011 Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.

Homilía del Sr. Arzobispo en la Solemnidad de Corpus Christi
Ne dissolvamini, manducate vinculum vestrum; ne vobis viles videamini, bibite pretium vestrum. (San Agustin, Sermo 228 B. In Sollemnitate Sanctissimi Corporis et Sanguinis Christi, ad Officium lectionis).
Dice el Señor en el Evangelio que acabamos de escuchar: “Les aseguro que si no comen mi carne y no beben mi sangre no tienen vida en ustedes”. Y, en el Oficio de Lecturas del Corpus, hay una antífona muy hermosa que nos puede ayudar a meditar esta frase del Señor. Es de San Agustín y dice así: “Coman el vínculo que los mantiene unidos, no sea que se disgreguen; beban el precio de su redención, no sea que se desvaloricen” (Sermón 228 B).
Fíjense lo que dice Agustín: el Cuerpo de Cristo es el vínculo que nos mantiene unidos, la Sangre de Cristo, el precio que pagó para salvarnos, es el signo de lo valioso que somos. Por eso: comamos el Pan de Vida que nos mantiene unidos como hermanos, como Iglesia, como pueblo fiel de Dios. Bebamos la Sangre con la que el Señor nos mostró cuánto nos quiere. Y así mantengámonos en comunión con Jesucristo, no sea que nos disgreguemos, no sea que nos desvaloricemos, que nos despreciemos.
Esta invitación también señala un hecho real de nuestros corazones porque cuando una persona o una sociedad sufren la disgregación y la desvalorización, seguro que en el fondo de su corazón les falta paz y alegría, más bien anida la tristeza. La desunión y el menosprecio son hijos de la tristeza.
La tristeza, es un mal propio del espíritu del mundo, y el remedio es la alegría. Esa alegría que sólo el Espíritu de Jesús da y que da de manera tal que nada ni nadie nos la puede quitar.
Jesús alegra el corazón de las personas: ése fue el anuncio de los ángeles a los pastores: “No teman, porque les anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: les ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto les servirá de señal: encontrarán un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 10-12).
La salvación que trae Jesús consiste en el perdón de los pecados, pero no es un perdón acotado hasta ahí nomás; va más allá: se trata de la alegría del perdón, porque “habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por 99 justos que no tengan necesidad de conversión” (Lc 15, 7). El perdón no termina en el olvido ni en la reparación sino en el derroche de amor de la fiesta que el Padre Misericordioso hace para recibir a su hijo que regresa.
Y     las relaciones sociales que brotan de esta alegría son relaciones de justicia y de paz; no de una justicia vengativa del ojo por ojo que aplaca el odio pero deja el alma vacía y muerta e impide seguir caminando por la vida. La justicia del Reino brota de un corazón que ha sabido “recibir al Señor con alegría” como Zaqueo y desde esa plenitud decide devolver lo robado y compensar a todo aquél con el que ha sido injusto.
La presencia de Jesús siempre contagia alegría. Si miramos la alegría que se apodera de los discípulos al ver al Señor Resucitado vemos que es tan grande que “les impedía creer” y entonces el Señor les pide algo de comer (Lc 24, 41): centra esa alegría en la comunión de la mesa, en el compartir. El Papa tiene una reflexión muy linda y dice que Lucas utiliza una palabra especial para hablar de cómo Jesús resucitado congrega a los suyos: los junta “comiendo con ellos la sal”. En el Antiguo Testamento juntarse a comer en común pan y sal, o también sólo sal, sirve para sellar sólidas alianzas (Nm 18, 19). La sal es garantía de durabilidad. El comer la sal de Jesús Resucitado es signo de la Vida incorruptible que nos trae. Esa sal de la Vida, esa sal que es pan consagrado compartido en la Eucaristía es símbolo de la alegría de la Resurrección. Los cristianos compartimos la “Sal de la Vida” del Resucitado y esa sal impide que nos corrompamos, impide que nos disgreguemos y que nos desvaloricemos. Pero si la sal pierde su sabor ¿con qué se la volverá a salar?
¡La alegría del Evangelio, la alegría del perdón, la alegría de la justicia, la alegría de ser comensales del Resucitado! Cuando dejamos que el Espíritu nos reúna junto a la mesa del altar, su alegría cala hondo en nuestro corazón y los frutos de la unidad y del aprecio entre hermanos brotan espontáneamente y de mil maneras creativas.
¡Comamos el Pan de Vida: es nuestro vínculo de unión, comámoslo, no sea que nos disolvamos, que nos desvinculemos.
Bebamos la Sangre de Cristo que es nuestro precio, no sea que nos desvaloricemos, nos depreciemos!
¡Qué hermosa manera de sentir y gustar la Eucaristía! La sangre de Cristo, la que derramó por nosotros, nos hace ver cuánto valemos. Como porteños, a veces nos valoramos mal, primero nos creemos los mejores del mundo y luego pasamos a despreciarnos, a sentir que en este país no se puede, y así vamos de un lado a otro. La sangre de Cristo nos da la verdadera autoestima, la autoestima en la fe: valemos mucho a los ojos de Jesucristo. No porque seamos más o menos que otros pueblos, sino que valemos porque hemos sido y somos muy amados.
También es una tentación muy nuestra la de desunirnos, la de hacer internas de todo tipo, la de cortarnos solos. Pero a la vez late fuerte en nuestro corazón un anhelo muy grande de unión, el deseo de ser un solo pueblo, abierto a todas las razas y a todos los hombres de buena voluntad. La unidad se enraiza en nuestro corazón y cuando la cultivamos con el diálogo, con la justicia y la solidaridad, es fuente de mucha alegría. La Eucaristía es fuente de unidad. Comamos este Pan, no sea que nos disgreguemos, que nos anarquicemos, que vivamos enfrentados en mil grupitos distintos.
Le pedimos a María que nos guarde de las plagas de la dispersión y del desprecio: son frutos agrios de corazones tristes. Le pedimos a nuestra Madre, Causa de nuestra alegría, como dice una de sus Letanías más lindas, que nos haga saborear el Pan de la Alianza, el Cuerpo de su Hijo, para que nos mantenga unidos en la fe, cohesionados en la fidelidad, unificados en una misma esperanza. Le pedimos a nuestra Madre que le recuerde a Jesús las veces que “no tenemos vino”, para que la alegría de Caná inunde los corazones de nuestra ciudad haciéndonos sentir cuánto valemos, cuán preciosos somos a los ojos de Dios que no dudó en pagar el precio altísimo de su Sangre derramada para salvarnos de todas las tristezas, de todos los males y ser así, para los que lo amamos, fuente de perenne alegría.
Buenos Aires, 25 de junio de 2011
Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.

Homilía del Sr. Arzobispo en la fiesta de San Cayetano Is. 58: 9-11 Lc. 19:1-10
“Junto con San Cayetano rezamos por la paz, el pan y el trabajo”
El evangelio nos dice que Zaqueo bajó enseguida del árbol al que se había subido y recibió a Jesús en su casa con mucha alegría.
Una alegría que comenzó al salir a la calle, se incrementó al bajarse del árbol, lo acompañó todo el tiempo mientras preparaba la casa, estalló cuando entró Jesús y se consolidó cuando Zaqueo manifestó públicamente su decisión de cambiar de vida.
Todo empezó cuando Zaqueo escuchó que Jesús había entrado en su ciudad, Jericó, y el pensamiento “sería lindo salir a verlo pasar” le dio alegría. Una alegría pequeñita pero fuerte que le hizo cerrar el negocio y salir a la calle. Igual nos pasó a nosotros cuando sentimos que sería lindo venir a San Cayetano. Le hicimos caso a esa alegría y aquí estamos: en la calle, haciendo fila, rezando con todo el pueblo fiel.
La alegría de Zaqueo creció cuando Jesús se detuvo justito debajo del árbol donde se había subido, lo miró a los ojos y lo llamó por su nombre: “Zaqueo, bajá pronto que tengo que hospedarme en tu casa”. Jesús pasaba por las calles de Jericó y una multitud de gente lo seguía y se encimaba para verlo. Zaqueo, como era petiso, se había trepado a un sicomoro. Quería ver a Jesús. Pero cuando Jesús lo miró a él y le habló, Zaqueo dejó de ser un espectador y pasó a ser actor, protagonista de su propia vida. Aquí creció su
alegría porque no estamos hechos para ser consumidores de espectáculos ajenos sino para ser, cada uno, protagonistas de su propia vida.
Esto pasó en medio de la calle. Por eso la escena de Zaqueo se parece a lo que nos pasa cuando venimos a San Cayetano, porque el encuentro con Jesús comienza en la calle, mientras uno hace la cola, en medio de la gente que va pensando en Jesús. En algún momento sentimos que Jesús nos mira. Él siempre nos hace sentir que sabe que estamos y nos promete un encuentro más hondo, en el que somos protagonistas de la amistad con Él. En la amistad uno siempre es protagonista.
La alegría acompañó a Zaqueo mientras preparaba su casa y le inundó el corazón cuando Jesús entró y él lo saludó y lo hizo sentar a la mesa. Podemos imaginar la emoción y la sonrisa de Zaqueo al ver entrar a Jesús. Esta alegría compañera es la que sentimos mientras estamos en la cola y se va incrementando a medida que nos acercamos al templo. Es una alegría que nos llena de emoción al quedar frente al santo Patrono y poner nuestra mano sobre el vidrio que cubre su imagen, al mirarlo a los ojos y expresarle nuestra devoción, al mirar al Niño Jesús y hablarle cada uno de las cosas que le salen del corazón. Cuando Zaqueo sintió que le estallaba el corazón de alegría al tener ahí sentado al Maestro en su casa no aguantó más, se puso de pie y manifestó públicamente su decisión de cambiar de vida. Como vemos, es una decisión motivada por la alegría, no por alguna imposición externa. Jesús no le dijo: “tenés que cambiar de vida”, simplemente fue a hospedarse en su casa y eso bastó para que Zaqueo supiera lo que tenía que hacer. Es lo que Jesús hace en la Eucaristía: simplemente nos dice: quiero ir a hospedarme en tu corazón, te pido que me recibas en la Eucaristía. Y eso tiene que bastar.
La alegría de Zaqueo se consolidó cuando se comprometió públicamente a cambiar. Zaqueo pasó de ser un coimero a ser un tipo solidario. Como dice Isaías: dejó de maltratar y de acusar con el dedo a los demás y pasó a compartir su pan con el hambriento y a ayudar a los que sufren. “Voy a dar a los pobres la mitad de todo lo que tengo y si he robado algo devolveré cuatro veces esa cantidad”. La alegría se consolida cuando ponemos manos a la obra, cuando damos frutos y “hacemos todo lo que Jesús nos dice”.
La fuente de la alegría está en esa frase de Jesús: “Zaqueo, bajá rápido que hoy tengo que ir a hospedarme en tu casa”. Tenemos un Dios que quiere venir a hospedarse en nuestra casa, en nuestra familia, en nuestra ciudad.
San Cayetano es una de esas “casas” en las que sabemos que Jesús “ha querido hospedarse”. Nuestras iglesias nacen de “una visita” de Jesús a cada ciudad, del deseo que Él tiene de hospedarse entre nosotros. Así es en Luján, por ejemplo. La basílica de nuestra Madre nace del deseo de la Virgen de quedarse allí, en Luján, para estar con nosotros, como Madre del Dios con nosotros. Así también sucede en San Cayetano, que se parece en algo a la casa de Zaqueo, porque San Cayetano es la casa del Pan y del Trabajo y bien podríamos decir que, cuando Jesús se hospedó en lo de Zaqueo y le cambió la vida, Zaqueo pasó a ser un hombre de trabajo. Dejó de ser ñoqui y vividor para ser un trabajador honrado, justo y solidario.
Nuestro lema de este año dice: Junto a San Cayetano rezamos por la paz, el pan y el trabajo.
Al entrar en esta casa pedimos la gracia de salir cambiados como Zaqueo, pedimos la alegría que da dejar cada uno sus maltratos y salir convertido en hombres y mujeres de paz, que ponen paz en medio de una ciudad agresiva y violenta.
Junto a San Cayetano rezamos y pedimos la gracia de dejar cada uno sus avivadas y ser hombres y mujeres con sed de justicia, con esa alegría que da pensar cómo ser más justos en nuestras relaciones. En vez de andar pensando en lo que nos deben salimos pensando en lo que debemos nosotros a los demás. Eso hace a la dignidad de una persona: el justo medita cómo ser más justo. Sin que nadie lo obligue, lo hace por el propio honor y el propio gusto que da ser justo, de devolver lo que no es nuestro, de compensar al que hemos despojado.
Junto a san Cayetano rezamos y pedimos la gracia de tomarle el gusto al Pan de Dios, la gracia de sentir la alegría que brota del estar en comunión con Cristo. Ese pan que, como decíamos en la misa del Corpus, es nuestro vínculo de unión: comamos de ese pan, no sea que nos desvinculemos, que nos disgreguemos. Al ser patrono del Pan, San Cayetano es patrono de la unidad de nuestra patria.
Que el Señor los bendiga a todos con mucha alegría. Que vuelvan distintos a su casa después de haber cumplido la promesa y visitado al santo. Que vuelvan con ganas de prepararle un lugar en su vida a este Jesús que quiere hospedarse en sus hogares.
Que vuelvan bendecidos, sintiendo esas ganas de andar en paz con la familia y con todos, esas ganas de compartir la alegría interior que nos regala Dios. Que la Virgen y San Cayetano cuiden y acrecienten esta alegría del encuentro con Jesús, nuestro Salvador.
Buenos Aires, 7 de agosto de 2011 Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.

PALABRAS INICIALES DEL SR. ARZOBISPO EN EL PRIMER CONGRESO REGIONAL DE PASTORAL URBANA
DIOS VIVE EN LA CIUDAD
Con mirada de creyente y de pastor
Cuando rezo por la ciudad de Buenos Aires agradezco el hecho de que sea la ciudad en que nací. El cariño que brota de tal familiaridad ayuda a encarnar la universalidad de la fe que abraza a todos los hombres de toda ciudad. Ser ciudadano de una gran ciudad es algo muy complejo hoy en día, ya que los vínculos de raza, historia y cultura no son homogéneos y los derechos civiles tampoco son plenamente compartidos por todos los habitantes. En la ciudad hay muchísimos “no-ciudadanos”, “ciudadanos a medias” y “sobrantes”: o porque no tienen plenos derechos -los excluidos, los extranjeros, las personas indocumentadas, los chicos no escolarizados, los ancianos y enfermos sin cobertura social-; o porque no cumplen con sus deberes. En este sentido la mirada trascendente de la fe que lleva al respeto y al amor al prójimo ayuda a “elegir” ser ciudadano de una ciudad concreta y a poner en práctica actitudes y comportamientos que crean ciudadanía. La mirada que quiero compartir con ustedes es la de un pastor que busca profundizar en su experiencia de creyente, de hombre que cree que “Dios vive en su ciudad[1]. En su “Sermón sobre los pastores”, San Agustín distinguía dos cosas distintas: la primera -decía- es que somos cristianos y la segunda, que somos obispos. Al situarnos ante la ciudad moderna, con sus imaginarios sociales tan diversos, puede ayudar este ejercicio de distinguir miradas. No para dejar de mirar como pastor al rebaño que nos fue encomendado sino para ahondar en esa mirada de fe simple que tanto le agradaba encontrar al Señor sin que le importaran raza, cultura o religión. Porque la mirada de fe descubre y crea ciudad.
Jesús en la ciudad
Las imágenes del evangelio que más me gustan son las que muestran lo que suscita Jesús en la gente cuando se encuentra con ella en la calle. La imagen de Zaqueo quien, al enterarse de que Jesús ha entrado en su ciudad, siente que se le despierta el deseo de verlo y corre a subirse al árbol. La fe hará que Zaqueo deje de ser un vendepatrias al servicio propio y del imperio y pase a ser ciudadano de Jericó, estableciendo relaciones de justicia y solidaridad con sus conciudadanos. La imagen de Bartimeo, que cuando el Señor le concede la gracia que desea -“Señor, que yo vea”-, lo sigue por el camino. Por la fe Bartimeo deja de ser un marginal tirado al borde del camino y se convierte en protagonista de su propia historia, caminando con Jesús y el pueblo que lo seguía. La imagen de la hemorroisa, que toca su manto en medio de una multitud que apretuja al Señor por todos lados y atrae su mirada respetuosa y llena de cariño. Por la fe la hemorroisa se incluye en una sociedad que discriminaba a la gente por ciertas enfermedades consideradas impuras.
Son imágenes de encuentros fecundos. El Señor simplemente “pasa haciendo el bien”. Y uno se maravilla al ver lo que hay en el corazón de tantas personas que, excluidas para la sociedad e ignoradas por muchos, al entrar en contacto con el Señor se llenan de vida plena y esta vida crece integralmente, mejorando la vida de la ciudad.
En sintonía con el evangelio, la afirmación feliz de Aparecida que dice “La fe nos enseña que Dios vive en la ciudad” es una respuesta de fe ante el desafío inmenso que representan las ciudades actuales. Nos lleva a querer “recomenzar desde el encuentro con Cristo12 y no desde posturas eticistas o ilustradas. Como decía en “El sacerdote y la ciudad[3], Aparecida constata un cambio de paradigma en la relación entre el sujeto cristiano y las culturas que se elaboran en esos grandes laboratorios que son las mega polis modernas: “El cristiano de hoy no se encuentra más en la primera línea de la producción cultural, sino que recibe su influencia y sus impactos[4]. Las tensiones que el análisis de las ciencias nos pone ante los ojos pueden causar miedo y sentimientos de impotencia pastoral. Sin embargo, la certeza de que Dios vive en la ciudad nos llena de confianza y la esperanza de la Ciudad santa que baja del cielo[5] nos infunde coraje apostólico. Como a Zaqueo, la buena noticia de que el Señor ha entrado en la ciudad, nos dinamiza y nos hace salir a la calle.
El tono de Aparecida para mirar “La pastoral urbana”
El apartado sobre La pastoral urbana es un buen ejemplo del esfuerzo de Aparecida por encontrar el tono evangélico para mirar la realidad. Si uno relee los cinco primeros puntos se nota un intento de mirada más sociológica, por decirlo así. Resuenan primero el cambio de paradigma y la complejidad de la cultura plural (509), los nuevos lenguajes (510), las complejas transformaciones socioeconómicas, culturales, políticas y religiosas (511), las diferencias sociales, las tensiones desafiantes: tradición-modernidad, globalidad- particularidad, inclusión-exclusión.etc. (512). Pero sucede algo curioso: el desarrollo de este lenguaje tiene un punto de inflexión en el parágrafo siguiente. Es como si se tratara de tomar aire ante tanta complejidad: se valora, entonces, el pasado (“la Iglesia en sus inicios se formó en las grandes ciudades de su tiempo y se sirvió de ellas para extenderse”) y se señalan experiencias de renovación. Pero la impresión es que estas son “poca cosa” ante la magnitud de los cambios descriptos anteriormente. El texto quiere invitar a la alegría y a la valentía pero surge la palabra “miedo a la pastoral urbana”: tendencias a encerrarse, a estar a la defensiva, sentimientos de impotencia ante las grandes dificultades de las ciudades” (513).
Vienen entonces los tres puntos siguientes en los que el tono del lenguaje cambia notablemente. El punto 514 es un pequeño himno de fe, una especie de Salmo en el que la ciudad brilla como lugar de encuentro. Escuchemos cómo suena:
La fe nos enseña que Dios vive en la ciudad, en medio de sus alegrías, anhelos y esperanzas, como también en sus dolores y sufrimientos.
Las sombras que marcan lo cotidiano de las ciudades, violencia, pobreza, individualismo y exclusión, no pueden impedirnos que busquemos y contemplemos al Dios de la vida también en los ambientes urbanos.
Las ciudades son lugares de libertad y oportunidad.
En ellas las personas tienen la posibilidad de conocer a más personas, de interactuar y convivir con ellas.
En las ciudades es posible experimentar vínculos de fraternidad, solidaridad y universalidad.
En ellas el ser humano está llamado a caminar siempre más al encuentro del otro, convivir con el diferente, aceptarlo y ser aceptado por él.
El tono ha cambiado. Y hace que cambie la mirada. Resuena aquí la pregunta que se hacía y nos hacía el Papa en su discurso inaugural: “¿qué es la realidad sin Dios?161. La misma pregunta nos la podemos hacer con respecto a la ciudad: ¿Qué es la ciudad sin Dios? Sin un punto de referencia fundante y absoluto (al menos buscado) la realidad de la ciudad se fragmenta y se diluye en mil particularidades sin historia y sin identidad. ¿En qué termina una mirada sobre la ciudad si no se centra en una fe abierta a lo trascendente? Para ver la realidad hace falta una mirada de fe, una mirada creyente. Si no, la realidad se fragmenta. Aparecida asumió este desafío al privilegiar una “mirada de discípulos misioneros sobre la realidad” (I parte. Cap.1 Nros. 19-32) que centrara todas las demás miradas: “Necesitamos, al mismo tiempo, que nos consuma el celo misionero para llevar al corazón de la cultura de nuestro tiempo (y la cultura late y se elabora en las ciudades), aquel sentido unitario y completo de la vida humana que ni la ciencia, ni la política, ni la economía ni los medios de comunicación podrán proporcionarle. En Cristo Palabra, Sabiduría de Dios (cfr. 1 Cor 1, 30), la cultura (y cada ciudad) puede volver a encontrar su centro y su profundidad, desde donde se puede mirar la realidad en el conjunto de todos sus factores, discerniéndolos a la luz del Evangelio y dando a cada uno su sitio y su dimensión adecuada” (Ap 41).
El parágrafo siguiente es un canto a la esperanza. La mirada puesta en la Ciudad santa que baja del Cielo instala la idea de cercanía y de acompañamiento. Nuestro Dios es un Dios que ha instalado su tienda de campaña entre nosotros (515).
El último párrafo es un esbozo de himno a la caridad, en el que el servicio de la Iglesia es fermento que transforma y realizala Ciudad Santa en la ciudad actual (516).
De esta manera, los puntos 517-518, que son una larga lista de concreciones pastorales se hace en un lenguaje de tonopropositivo y de recomendación. Explícitamente se cambió el tono ya que en la primera redacción se decía “optamos por” una pastoral urbana que. Y en la redacción final quedó: “la conferencia “propone y recomienda” una nueva pastoral urbana que. salga al encuentro, acompañe, sea fermento.
Imaginario teológico cristiano para la ciudad
En este tono de consolación surgieron las categorías de encuentro, acompañamiento y fermento que Aparecida nos propone para salir a las calles de la ciudad actual. Las consecuencias pastorales ad extra de estas actitudes y de otras saldrán en las distintas ponencias de este congreso. Más bien quisiera ahora dar un paso hacia adentro -en una especie de repliegue existencial y espiritual- para ahondar en el efecto que estas actitudes producen en nuestra mirada, en nuestro imaginario teológico. Si es verdad que se ha pasado de un sujeto cristiano cuya mirada estaba “por encima” de la ciudad, modelándola, a un sujeto que está inmerso en la coctelera de la hibridación cultural y sufre sus influencias e impactos, es necesario reconectarnos con lo “específico cristiano” para poder dialogar con todas las culturas: con una cultura cristiana, inspirada en la fe, cuya estructura de valores nos hace sentir como en casa; con una cultura pagana, cuyos valores se pueden discernir con cierta claridad; y con una cultura hibrida y múltiple como la que se gesta ahora, que requiere más discernimiento.
Ser pueblo y construir ciudades van de la mano. Y ser pueblo de Dios y habitar en la ciudad de Dios, también. En este sentido el imaginario teológico puede ser levadura para todo imaginario social.
Ya en el Éxodo, en el pueblo peregrino y en formación, cada acampada tiene en sí el germen de una ciudad; y la promesa de la tierra que mana leche y miel se concreta en el Apocalipsis, escatológicamente, en la Ciudad santa, la Jerusalén celeste que baja de cielo.
Las imágenes reveladas de la ciudad prometida (la tierra prometida) y de la ciudad regalada (que baja del cielo como una novia) responden y dinamizan a los anhelos que están siempre operantes en todo imaginario social humano, operante en la construcción de la ciudad.
También las imágenes del sueño truncado de Babel -la ciudad autosuficiente que llega al cielo- y de la anticiudad consolidada que se extiende en la tierra -Babilonia- expresan (y si uno quiere ayudan a exorcizar) los miedos y angustias del hombre al sentir que participa en la construcción de la anticiudad que lo devora.
Las imágenes más fecundas que el imaginario evangélico ofrece a todo imaginario social son las imágenes del Reino de los Cielos. Sus ciudadanos no lo defienden con armas (como le dice Jesús a Pilato); al vivirlo como puro don (como tesoro en medio de un campo) comparten con todos sus beneficios (las ramas del árbol que fue un pequeño granito de mostaza cobijan a todos los pájaros del cielo y la invitación al banquete de bodas se hace extensiva a los pobres y excluidos); el trabajo en la viña dignifica a todos por igual y las relaciones de perdón de deudas y de producir cada uno lo mejor de sí (parábola de los talentos) fecundan los anhelos ciudadanos más profundos.
En este punto estoy convencido de que profundizar en el imaginario evangélico de la ciudad, para proponerlo en toda su riqueza a la ciudad actual, es un servicio que hacemos y que puede ensanchar la esperanza común que compartimos con todos los que habitan nuestra ciudad y motivar un actuar común presidido por la caridad.
Miradas que iluminan y miradas que oscurecen la ciudad
Como se ve, ya desde el punto de partida se concibe “lo específico cristiano” como “levadura que ya está leudando la masa”. Y esto es lo mismo que sentirnos “apremiados” por un Dios que ya está viviendo en la ciudad, mezclado vitalmente con todos y con todo. Es una reflexión que nos sorprende siempre ya con las manos en la masa, comprometidos con la situación del hombre concreto tal como se da, involucrados con todos los hombres en una única historia de salvación.
Nada, por tanto, de propuestas ilustradas, rupturistas, asépticas, que parten de cero, que toman distancia para “pensar” cómo habría que hacer para que Dios viviera en una ciudad sin dios. Dios ya vive en nuestra ciudad y nos urge -mientras reflexionamos- salir a su encuentro, para descubrirlo, para construir relaciones de cercanía, para acompañarlo en su crecimiento y encarnar el fermento de su Palabra en obras concretas. La mirada de fe crece cada vez que ponemos en práctica la Palabra. La contemplación mejora en medio de la acción. Actuar como buenos ciudadanos -en cualquier ciudad- mejora la fe. Pablo recomendaba desde el comienzo “ser buenos ciudadanos” (Cfr. Rm 13, 1). Es la intuición del valor de la inculturación: vivir a fondo lo humano, en cualquier cultura, en cualquier ciudad, mejora al cristiano y fecunda la ciudad (le gana el corazón).
El pastor que mira a su ciudad con la luz de la fe combate la tentación de la “no mirada”, del “no ver”. El no ver, que el Señor reprocha con tanta insistencia en el evangelio, tiene muchas formas: la de la ceguera pertinaz de los escribas y fariseos, la del encandilamiento no sólo de “las luces del centro”, como dice el tango[7], sino de la misma revelación con la que se tientan los apóstoles “bajo apariencia de bien[8]; también está el no mirar de los que “pasan de largo”. Pero hay un nivel más básico de esta “no mirada”. Es difícil de categorizar pero se puede describir. En algunos discursos se entrevé que la perspectiva brota de una especie de “nivelación de miradas”, si se me permite hablar así. La mirada de fe no se valora existencialmente como don de Dios al hombre que se sitúa en la frontera de la existencia para ser mirado y mirar al Dios vivo, sino que se considera la mirada de fe en cuanto “resultado”, por decirlo de alguna manera, en cuanto “lo que ya se ha dicho sobre algún tema en algún documento”. Esta mirada de fe se pone al lado de las miradas de la ciencia o de los medios y casi inmediatamente se cataloga de “anticuada” o “no puesta al día” ante la mirada de alguna ciencia que muestra cosas novedosas. En esta mirada el que habla o escribe se ubica a sí mismo en una suerte de lugar privilegiado desde donde “objetiva” la postura tradicional y el nuevo paradigma.
Es verdad que todo mirar y reflexionar tiene un carácter comparativo, pero el punto clave es si hay voluntad de “ruptura” o como dice Benedicto XVI hablando de las interpretaciones del Concilio Vaticano iI, voluntad de “renovación en la continuidad de un único sujeto que crece y se desarrolla permaneciendo siempre el mismo[9].
En términos de vida podríamos decir que la “no mirada” es la de un sujeto “abstracto” (no vivo) que mira cosas abstractas desde paradigmas abstractos. En cambio la mirada de fe es la de un sujeto vivo -el pueblo de Dios en camino, como dice el Papa -, que mira eclesialmente realidades vivientes en medio de las cuales Dios vive también.
Lo que quiero decir es que las “no-miradas” son de “no-sujetos” y la ciudad, al igual que la Iglesia, necesita mirada de sujetos (eclesiales y ciudadanos, según el caso).
¿Cómo podemos estar seguros de que la mirada de fe no cae en lo mismo que criticamos? Creo que esta mirada no se puede valorar a priori sino que se justifica por sus frutos. Carece del impacto mediático de las hermenéuticas rupturistas pero da fruto a largo plazo. ¿Qué frutos?
En primer lugar, los actos de fe acrecientan y mejoran la propia fe. Al mismo tiempo ayudan a discernir y rechazar varias tentaciones.
Se puede decir que la mirada de fe nos lleva a salir cada día y siempre más al encuentro del prójimo que habita en la ciudad. Nos lleva a salir al encuentro porque esta mirada se alimenta en la cercanía. No tolera la distancia, pues siente que la distancia desdibuja lo que desea ver; y la fe quiere ver para servir y amar, no para constatar o dominar. Al salir a la calle la fe limita la avidez de la mirada dominadora y cada prójimo concreto al que mira con deseos de servir le ayuda a focalizar mejor a su “objeto propio y amado”, que es Jesucristo venido en carne. El que dice que cree en Dios y “no ve” a su hermano, se engaña.
Las mejoras en la fe en ese Dios que vive en la ciudad, renuevan la esperanza de nuevos encuentros. La esperanza nos libra de esa fuerza centrípeta que lleva al ciudadano actual a vivir aislado dentro de la gran ciudad, esperando el delivery y conectado sólo virtualmente. El creyente que mira con la luz de la esperanza combate la tentación de no mirarque se da o por vivir amurallado en los bastiones de la propia nostalgia o por la sed de curiosear. La suya no es la mirada ávida del “a ver qué pasó hoy” de los noticieros. La mirada esperanzada es como la del Padre misericordioso que sale todas las mañanas y las tardes a la terraza de su casa a ver si regresa su hijo pródigo y apenas lo ve de lejos, corre a su encuentro y lo abraza. En este sentido, la mirada de fe, a la vez que se alimenta de cercanía y no tolera la distancia, tampoco se sacia con lo momentáneo y coyuntural y por eso, para ver bien, se involucra en los procesos que son propios de todo lo vital. La mirada de fe, al involucrarse, actúa como fermento. Y, como los procesos vitales requieren tiempo, acompaña. Nos salva así de la tentación de vivir en ese tiempo”puntillar” propio de la postmodernidad.
Si partimos de la constatación de que la anticiudad crece con la no mirada, que la mayor exclusión consiste en ni siquiera “ver” al excluido -el que duerme en la calle no se ve como persona sino como parte de la suciedad y abandono del paisaje urbano, de la cultura del descarte, del “volquete”- la ciudad humana crece con la mirada que “ve” al otro como conciudadano. En este sentido la mirada de fe es fermento para una mirada ciudadana. Por eso podemos hablar de un “servicio de la fe”: de un servicio existencial, testimonial, pastoral.
Mirada que incluye sin relativizar
¿Estoy diciendo que la fe, por sí sola, mejora la ciudad? Sí, en el sentido de que sólo la fe nos libera de las generalizaciones y abstracciones de una mirada ilustrada que sólo da como frutos más ilustraciones. La cercanía, el “involucramiento” y el sentir cómo el fermento hace crecer la masa, llevan a la fe a desear mejorar lo suyo propio, lo específico cristiano: para poder ver indivise et inconfuse al otro, al prójimo, la fe desea “ver a Jesús”. Es una mirada que, para incluir, se limita y se clarifica a sí misma.
Si nos situamos en el ámbito de la caridad, podemos decir que esta mirada nos salva de tener que relativizar la verdad para poder incluir.
La ciudad actual es relativista: todo es válido, y puede que caigamos en la tentación de que para no discriminar, para incluir a todos, a veces sintamos que es necesario “relativizar” la verdad. No es así. El Dios nuestro que vive en la ciudad y se involucra en su vida cotidiana no discrimina ni relativiza. Su verdad es la del encuentro que descubre rostros y cada rostro es único. Incluir personas con rostro y nombre propios no implica relativizar valores ni justificar antivalores, sino que no discriminar y no relativizar implica tener fortaleza para acompañar procesos y la paciencia del fermento que ayuda a crecer. La verdad del que acompaña es la de mostrar caminos hacia adelante más que juzgar encierros pasados.
La mirada del amor no discrimina ni relativiza porque es misericordiosa. Y la misericordia crea la mayor cercanía, que es la de los rostros, y como quiere ayudar de verdad busca la verdad que más duele -la del pecado-, pero para encontrar el remedio verdadero. Esta mirada es personal y comunitaria. Se traduce en la agenda, marca tiempos más lentos que los de las cosas (acercarse a un enfermo requiere tiempo), y crea estructuras acogedoras y no expulsivas, cosa que requiere también tiempo.
La mirada de amor no discrimina ni relativiza porque es mirada de amistad. Y a los amigos se los acepta como son y se les dice la verdad. Es también una mirada comunitaria. Lleva a acompañar, a sumar, a ser uno más al lado de los otros ciudadanos. Esta mirada es la base de la amistad social, del respeto de las diferencias, no sólo económicas sino también las ideológicas. Es también la base de todo el trabajo del voluntariado. No se puede ayudar al que está excluido si no se crean comunidades inclusivas.
La mirada del amor no discrimina ni relativiza porque es creativa. El amor gratuito es fermento que dinamiza todo lo bueno y lo mejora y transforma el mal en bien, los problemas en oportunidades. El pastor que mira con mirada de agape descubre las potencialidades que están activas en la ciudad y empatiza con ellas, fermentándolas con el evangelio.
Estas tres propiedades de la mirada y del actuar del pastor no son fruto de una descripción piadosa sino de un discernimiento que proviene del “objeto” (si se nos permite hablar así, ya que el Señor resucitado es mucho más que un objeto) que contemplamos y de la persona a quien servimos. Un Dios vivo en medio de la ciudad requiere profundizar en el camino de esta mirada que proponemos.
No es un mirarse al ombligo como lo es el “mirar cómo miramos”. Porque la ciudad, como los desiertos, produce espejismos. Y con la mejor intención puede ser que nos engañemos. La fe siempre se ve desafiada a superar espejismos. Nos hemos desengañado (algunos quizás demasiado) del espejismo de las ideologías políticas, de mirar no sólo las ciudades sino todo el Continente desde ideologías que proponían caminos rápidos para lograr la justicia. El precio fue la violencia y una desvalorización de la política que recién hace poco está comenzando a revertirse.
Hoy hay otros espejismos. Quizá por contraposición temporal se puede discernir su raíz. Si los espejismos políticos exigían un paso rápido a la acción, los espejismos ilustrados más bien “retardan”. El punto aquí es si la teoría se vuelve tan complicada que en vez de suscitar “salidas apostólicas” suscita “discusiones sobre planes apostólicos”.
Conclusión
Dios vive en la ciudad y la Iglesia vive en la ciudad. La misión no se opone a tener que aprender de la ciudad -de sus culturas y de sus cambios- al mismo tiempo que salimos a predicarle el evangelio. Y esto es fruto del evangelio mismo, que interactúa con el terreno en el que cae como semilla. No sólo la ciudad moderna es un desafío sino que lo ha sido, lo es y lo será toda ciudad, toda cultura, toda mentalidad y todo corazón humano.
La contemplación de la Encarnación, que San Ignacio presenta en los Ejercicios Espirituales, es un buen ejemplo de la mirada que aquí se propone^. Una mirada que no se queda empantanada en ese dualismo que va y vuelve constantemente de los diagnósticos a la planificación, sino que se involucra dramáticamente en la realidad de la ciudad y se compromete con ella en la acción. El evangelio es un kerygma aceptado y que impulsa a transmitirlo. Las mediaciones se van elaborando mientras vivimos y convivimos.
En la contemplación de la Encarnación, San Ignacio nos hace “mirar cómo mira” al mundo la Santísima Trinidad. La mirada que propone Ignacio no es la que asciende del tiempo a la eternidad en busca de la visión beatífica definitiva para luego “deducir” un orden temporal ideal. Ignacio propone una mirada que le permita al Señor “nuevamente encarnarse” (EE 109) en el mundo tal como está. La mirada de las tres personas es una mirada “que se involucra”. La Trinidad mira todo: “toda la planicie o redondez del mundo y a todos los hombres”, y hace su diagnóstico y su plan pastoral. “Viendo” cómo los hombres se pierden la Vida plena (“descienden al infierno”), “se determina en su eternidad (Ignacio penetra en el deseo más íntimo y definitivo del corazón de Dios, la voluntad salvífica de que todos los hombres vivan y se salven) que la segunda Persona se haga hombre para salvar al género humano” (EE 102). Esta mirada universal se vuelve concreta inmediatamente. Ignacio nos hace mirar “particularmente la casa y aposentos de Nuestra Señora, en la ciudad de Nazaret, en la provincia de Galilea” (EE 103).
La dinámica es la misma de Juan en el lavatorio de los pies: la conciencia lúcida y omniabarcativa del Señor (sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos) lo lleva a ceñirse la toalla y lavar los pies a sus discípulos. La visión más honda y más alta no lleva a nuevas visiones sino a la acción más humilde, situada y concreta.
Teniendo en cuenta estas reflexiones, y para concluir, podemos decir que la mirada del creyente sobre la ciudad, se resuelve en tres actitudes concretas:
El salir de sí al encuentro del otro se resuelve en cercanía, en actitudes de projimidad. Nuestra mirada siempre tiene que ser salidora y cercana. No autorreferencial sino trascendente.
El fermento y la semilla de la fe se resuelve en el testimonio (si sabiendo estas cosas las ponen en práctica, serán felices). Dimensión martirial de la fe.
Y      el acompañamiento se resuelve en la paciencia, en la hypomoné, que acompaña procesos sin maltratar los límites.
Por este lado me parece va el servicio que, como hombres y mujeres creyentes, podemos brindar a nuestra ciudad.
Buenos Aires, 25 de agosto de 2011 Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.
[1]      Aparecida 514.
[2]         Cfr. Aparecida 12.
[3]       Cfr. J. M. Bergoglio s.j., El sacerdote en la ciudad a la luz del Documento de Aparecida, San Isidro, 18.05.10
[4]      Aparecida 509.
[5]      Aparecida 515.
[6]       Benedicto XVI, Discurso Inaugural 3.
[7]      Un día lejano/ se fue mi esperanza! /Las luces del centro,/ imán de locuras, / llevaron sus ansias por mil desventuras!/ Tal vez una noche detenga su marcha / el tren de las once, y vuelva mi amor! (El tren de las once).
[8]         Pedro retando al Señor luego de haberlo confesado como Mesías, los hermanos hijos del trueno queriendo que llueva fuego sobre la ciudad que no recibe al Señor.
[9]         “Todo depende de la justa interpretación del Concilio -o como diríamos hoy- de su justa hermenéutica, de la justa clave de la lectura y de la aplicación. Los problemas de la recepción han nacido del hecho de que dos hermenéuticas contrarias se han encontrado y confrontado y litigado entre ellas. Una ha causado confusión, la otra, silenciosamente, pero siempre más visiblemente, ha dado frutos. Por un lado existe una interpretación que quisiera llamar “hermenéutica de la discontinuidad o ruptura”; ella no raramente ha sido avalada por la simpatía de los mass-media y también por una parte de la teología moderna. Por otro lado está la “hermenéutica de la reforma”, de la renovación de la continuidad del único sujeto de la iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla permaneciendo sin embargo siempre el mismo, único sujeto del Pueblo de Dios en camino”. Como dice Scola, el Papa no opone “discontinuidad-continuidad” o “ruptura-continuidad” sino que habla de discontinuidad y ruptura vs hermenéutica de la reforma” o renovación en la continuidad del único sujeto-Iglesia, especificado como “pueblo de Dios en camino”. A. Scola, Credo Ecclesiam, en Communio, ed. Argentina, n° 1 otoño 2011, págs. 5 ss.

10 “El primer punto es ver las personas, las unas y las otras; y primero las de la haz de la tierra en tanta diversidad, así de trages como en gestos, unos blancos y otros negros, unos en paz y otros en guerra, unos llorando y otros riendo, unos sanos y otros enfermos, unos nasciendo y otros muriendo, etc. 2° Ver y considerar las tres personas divinas, como en el su solio real o throno de la su divina majestad, como miran toda la haz y redondez de la tierra y todas las gentes en tanta ceguedad, y como mueren y descienden al infierno. 3 a ver a Nuestra Señora y al ángel que la saluda, y refletio para sacar provecho de la tal visita (EE.106).
Desgrabación de la homilía pronunciada por el Arzobispo de Buenos Aires Cardenal Jorge Mario Bergoglio s.j. en Plaza Constitución con motivo de la 4ta Misa por las Víctimas de la Trata y Tráfico de Personas.
Jesús iba por las calles de los pueblos enseñando a la gente, curando a los enfermos, consolando a los afligidos, y la gente decía: “Este es un gran hombre”. Se preguntaban quién era él. Y Jesús, que sabía eso, les hace esta pregunta a los apóstoles. Ellos le comentan lo que la gente decía de él y entonces los mira a los ojos y les dice: “Y ustedes quién dicen que soy yo?” Pedro, en nombre de todos, le responde:”Sos el Mesías, el Hijo de Dios”. Pero para evitar que creyeran que era alguien que no estaba en órbita, que no tenía nada que ver con lo que les pasaba, Jesús los baja de un hondazo y les dice: “Sepan que voy a tener que sufrir mucho, que voy a ser entregado y que me van a matar”. Jesús, Dios, el hijo de Dios que se involucra tanto en nuestra vida, en nuestra existencia que se deja matar por nosotros. Jesús, Dios, que se involucra tanto en nuestra existencia que quiere estar compartiendo nuestros dolores. Jesús, Dios, que nos viene a dar una verdadera libertad, pero no la predica desde un teatro o desde un palco sino que la predica con la “carne en el asador” en medio de aquellos que no tienen libertad.
Y      por eso hoy Jesús viene aquí; y no viene a proponer una teoría de la libertad o a decir como hacer las cosas sino que viene a decir que está con estos hermanos y hermanas nuestros que en esta ciudad de Buenos Aires viven esclavizados. Ustedes me podrán decir: “Pero Padre, usted siempre dice lo mismo” ... Y sí, mientras en Buenos Aires haya esclavos voy a decir lo mismo! En el colegio nos enseñaron que la esclavitud estaba abolida pero saben que es eso? Un cuento chino! Porque en esta ciudad de Buenos Aires la esclavitud no está abolida; en esta ciudad la esclavitud está a la orden del día bajo diversas formas; en esta ciudad se explota a trabajadores en talleres clandestinos y si son inmigrantes se les priva de la posibilidad de salir de ahí; en esta ciudad hay chicos en situación de calle desde años! No sé si hay más o menos pero hay muchos, y esta ciudad fracasó y sigue fracasando de liberarlos de esta esclavitud estructural que es la situación de calle. En esta ciudad esta prohibida la tracción a sangre . pero todas las noches veo en Plaza de Mayo carritos cargados con cartones y tirados por chicos...Eso no es tracción a sangre?? Es esclavitud que explota. En esta ciudad se rapta a mujeres y chicas y se las somete al uso y abuso de su cuerpo, se las destruye en su dignidad. En esta ciudad hay hombres que lucran y se ceban con la carne del hermano, la carne de todos esos esclavos y esclavas; la carne que asumió Jesús y por la cual murió vale menos que la carne de una mascota y esto pasa en esta ciudad!!! Se cuida mejor a un perro que a estos esclavos nuestros! Que se los patea! Se los deshace! La gran ciudad de Buenos Aires. y Jesús esta hoy aquí para decirnos: “Mirá a tu hermano. mirá a tu hermana.”
Hace un par de horas estuve reunido con la mama de Marita Verón, que fue robada por los tratantes y sometida a trabajo en prostíbulos. Logró liberar a otras 129 chicas pero a su hija todavía no la encontró. En esta ciudad hay muchas chicas que dejan de jugar con muñecas para entrar en el tugurio de un prostíbulo porque fueron robadas, fueron vendidas, fueron traicionadas.
Hoy venimos a pedir por las victimas de trata de personas, la trata del trabajo esclavo, la trata de la prostitución; en esta plaza del barrio de Maria Cash venimos a pedirle a Jesús que él, que es Dios y tomó nuestra carne, nos haga llorar por la carne de tantos hermanas y hermanos nuestros que son sometidos. Le venimos a pedir a Jesús que aprendamos a cuidar a estos hermanos nuestros sometidos a la esclavitud con la ternura que merecen y que no gastemos nuestra ternura en cuidar y en atender mascotas dejando de lado el hambre de nuestros chicos.
Ciudad pecadora. Ciudad sufriente. Ciudad que no sabe llorar. Buenos Aires necesita llorar: llorar por la esclavitud de sus hijos, de tantos hijos e hijas que pasaron por el volquete y quedaron en el volquete. en Buenos Aires se ha instalado la cultura del volquete porque se dan por desperdicio a hombres y mujeres que cayeron en la trata de personas. Alguno podrá preguntar: “Padre, como puede ser esto?” Lo dije las dos últimas veces: Hay una anestesia cotidiana que esta ciudad sabe usar muy bien y se llama coima y con esta anestesia se adormecen las conciencias. Buenos Aires es una ciudad coimera! Jesús esta acá con nosotros! Jesús: enseñanos a pensar en tantos hermanos y hermanas nuestros que son esclavos, enseñanos a meternos en su carne, enseñanos a llorar por esta esclavitud de Buenos Aires, enseñanos a ser más solidarios, y a luchar para que esta ciudad no tenga más esclavos.
Y     a la Virgen, Madre de todos nosotros, le pedimos que nos contagie ternura materna para sentir que esos hombres y mujeres, chicos y chicas, sometidos a la esclavitud en esta ciudad, son hijos de ella e hijos nuestros. Que Dios bendiga a todos los que en este momentos están sufriendo, siendo explotados; que Jesús los acaricie. Hoy Jesús está en Plaza Constitución, no para hacer política ni para dar una conferencia sino para llorar con su Pueblo.
Que así sea.
Buenos Aires, Viernes 23 de septiembre de 2011.
Cardenal Jorge M. Bergoglio, s.j.

Desgrabación de la Homilía del Sr. Arzobispo de Buenos Aires cardenal Jorge Mario Bergoglio s.j. con motivo de la 37a Peregrinación Juvenil a Pie a Luján
Junto a la cruz de Jesús estaba su madre, escuchamos recién. Y ahí estaba: cuidando la vida. De pie junto a la cruz estaba y sigue estando junto a las cruces de los que están con dolores en sus vidas. Ahí donde hay una cruz, en el corazón de cada hijo suyo, está nuestra Madre. El Evangelio nos presenta ese momento con pocas palabras pero con miradas profundas. Miradas de la Virgen que contempla a su hijo; mirada del hijo que la mira y la deja como Madre de todos nosotros. Jesús entrega su vida y busca en su madre quien siga cuidando tantas vidas, las nuestras, que necesitan protección. En ese momento en que Jesús le habla a su madre, cuando él está en la mas completa soledad, en el mas grande abandono; solamente tiene el afecto y la mirada comprensiva de ella, y a ella le encomienda que derrame ese afecto y esa mirada comprensiva de Madre a cada uno de nosotros en los momentos mas difíciles. Ahí está la Madre y está con el hijo: ella lo conoció desde que lo llevó en su vientre, lo sintió desde ese momento y también creyó en él desde el anuncio del ángel, esperaba esa vida como la esperaba todo el pueblo creyente. Por eso cuidó ese tesoro también en su corazón.
Y    a la vida, nos enseña María, se la cuida siempre. Pero se la cuida con la ternura con que la cuidó ella: desde el momento en que se la espera hasta el último aliento del camino. Cuidar la vida entraña sembrar esperanza! Un pueblo que cuida la vida es un sembrador de esperanza! Cuidar la vida de los niños y de los ancianos, las dos puntas de la vida. Un pueblo que no cuida a sus niños y a sus ancianos comenzó a ser un pueblo en decadencia; cuidar a los niños y a los ancianos porque en ellos está el futuro de un pueblo: los niños porque son la fuerza que va a llevar adelante la Patria; los ancianos, porque son el tesoro de sabiduría que se vuelca sobre esa fuerza. Fuerza y sabiduría. Cuidar la vida es sembrar esperanza. María cuidó a Jesús desde chico y nos cuida a nosotros, que somos sus hijos, también desde chicos. Y esto que ocurre en el Evangelio, cuando Jesús le dice “cuidámelos a todos estos”, lo estamos viviendo en este lugar santo ahora. Aquí recibimos los cuidados de nuestra Madre. Ella nos espera. Y hoy por razones de la reparación del Templo, quiso salir a la puerta a esperarnos. Quiso estar con nosotros también. Este es el lugar elegido por nuestro pueblo para venir a consagrar la vida, a traer a los hijos así como José y María fueron al templo a llevar al niño; hasta acá vienen los papás en peregrinación familiar para presentar a los hijos, para consagrarlos y para bautizarlos porque quieren que la Virgen esté presente cuidando la vida de sus hijos. Por eso el lema de esta peregrinación que trae en su oración, en su intención, a los mas chicos y a los mas grandes; aquellos que la Virgen por siglos fue recibiendo y cuidando; ella estuvo de rodillas en el pesebre y estuvo de pie ante la cruz; está cuidando y acompañando toda vida y en especial a los que están mas desprotegidos. Y hoy, cuando le pidamos que nos enseñe a cuidar la vida, que nos enseñe a cuidar la vida de aquellos que tienen menos protección, que están mas desprotegidos.
Madre querida de Luján: tus cuidados los intuyen tus hijos. Los conocemos todos. Estos hijos que han venido caminando hasta tu casa, Madre. Algunos no pudieron pero están con el corazón aquí; es la ocasión y es el sentido que nos hace sentir a todos como pueblo que vos nos protegés. Madre querida: te pedimos por todos los que vinieron, los que han peregrinado desde ayer a la mañana y seguirán peregrinando hasta mañana a la mañana; que no queden solos y abandonados, Madre; que en tu casa encuentren siempre un lugar; por eso Madre te quedaste para cuidar la vida de tu pueblo; vos te quedaste para cuidar la vida de éste tu pueblo! Te pedimos que nosotros sepamos estar para prolongarnos también en estos cuidados tuyos y que como hijos te imitemos cuidando toda vida. Que aprendamos a estar en silencio para contemplar como vos, a tus hijos que son nuestros hermanos. Que al estar aquí en tu casa volvamos a consagrarnos para que no nos falte tu amor, el amor que cuida la vida.
Madre, ayudanos a cuidar la vida. Vinimos hasta tu casa porque necesitamos pedirlo. Aquí estás presente recibiéndonos ante el santuario, con la alegría de este encuentro nos consagramos otra vez y te pedimos que cuides a tus hijos, que cuides a tu pueblo que peregrina para recibir siempre tu protección. Madre, no nos olvides. No nos sueltes de tu mano. Y todos juntos, por tres veces, te vamos a pedir: “Madre, ayúdanos a cuidar la vida”;
“Madre, ayúdanos a cuidar la vida”;
“Madre, ayúdanos a cuidar la vida”.
Ciudad de Luján, 2 de octubre de 2011
Card. Jorge Mario Bergoglio, s.j.
Arzobispo de Buenos Aires

103 Asamblea Plenaria
Homilía del Sr. Arzobispo en la Misa de inicio de la 103 Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal “Pero cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la Ley, para redimir a los que estaban sometidos a la Ley y hacernos hijos adoptivos. Y la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo: ¡Abba!, es decir, ¡Padre! Así, ya no eres más esclavo, sino hijo, y por lo tanto, heredero por la gracia de Dios”. (Gal.4: 4-7)
“Ozías, por su parte, dijo a Judit:
“Que el Dios Altísimo te bendiga, hija mía,
más que a todas las mujeres de la tierra; y bendito sea el Señor Dios, creador del cielo y de la tierra,
que te ha guiado para cortar la cabeza del jefe de nuestros enemigos.
Nunca olvidarán los hombres la confianza que has demostrado y siempre recordarán el poder de Dios.
Que Dios te exalte para siempre, favoreciéndote con sus bienes.
Porque no vacilaste en exponer tu vida, al ver la humillación de nuestro pueblo, sino que has conjurado nuestra ruina,
procediendo resueltamente delante de nuestro Dios”. (Jdt. 13:18-20)
“Tres días después se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús también fue invitado con sus discípulos. Y como faltaba vino, la madre de Jesús le dijo: “No tienen vino”. Jesús le respondió: “Mujer, ¿qué tenemos que ver nosotros? Mi hora no ha llegado todavía”. Pero su madre dijo a los sirvientes: “Hagan todo lo que él les diga”. Había allí seis tinajas de piedra destinadas a los ritos de purificación de los judíos, que contenían unos cien litros cada una. Jesús dijo a los sirvientes: “Llenen de agua estas tinajas”. Y las llenaron hasta el borde. “Saquen ahora, agregó Jesús, y lleven al encargado del banquete”. Así lo hicieron. El encargado probó el agua cambiada en vino y como ignoraba su origen, aunque lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó al esposo y le dijo: “Siempre se sirve primero el buen vino y cuando todos han bebido bien, se trae el de inferior calidad. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento”.
Este fue el primero de los signos de jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él. (Jn. 2:1-11)
La liturgia de hoy tiene un decidido acento temporal: el tiempo establecido, la plenitud de los tiempos, tres días, la hora. Nos lleva desde el “eterno tiempo” de Dios hasta el momento más pequeño de los hombres; es el estilo propio de Dios o, dicho con un poco de lenguaje ilustrado, el “eterno-temporal divino” que, a lo largo de nuestra historia, plasma el “eterno-temporal católico”: “non coerceri a maximo contineri tamen a mimimo divinum est” (Cfr. S.Th. III, q.1, art.1, obj.4). Estas lecturas que hemos escuchado configuran un compendio de historia de salvación, desde lo más grande a lo más pequeño, en la que aparecen las maravillas de la redención: el envío del Hijo eterno pero nacido de mujer y en la pequeña Belén (Cfr. Miq. 5: 4), el tiempo en plenitud pero contenido en ese momento, aquellas tinajas que eran usadas para los ritos de purificación pasan a contener el vino nuevo, realidad y, a la vez, promesa del otro vino; litros de agua que, como dice el poeta, al contemplar el rostro de su Dios enrojecieron de pudor.
A la vez todo es concreto: desde el Verbo, eterno como el Padre, concebido en el seno de una Virgen, hasta la fiesta de casamiento con el primer signo de Jesús, cambiar el agua en vino. No hay lugar para ningún tipo de gnosticismo ni de pelagianismos “heroicos”. Todo es gracia, gracia tangible derramada por amor. Todo es concreto: hay una madre, está el Hijo eterno nacido de mujer, hay amigos y discípulos. La madre indica, intercede y finalmente dispone pero en referencia al Hijo: “hagan lo que Él les diga”. Deja lugar a que, en el espacio de Caná, la Palabra eterna pronuncie la palabra del momento. Y aquella Palabra en la que fueron creadas todas las cosas (cfr. Colos. 1: 16), en la que todo subsiste (id. 17), se ocupa de seis tinajas, y confiere entidad de colaboradores del signo de salvación a los sirvientes del banquete. Lo grande y lo pequeño junto. y la mediación de esa mujer madre que posibilita el diálogo entre ambos, lo eterno y lo temporal, para que Dios continúe involuncrándose en nuestro andar.
Porque Dios tenía una carencia para poder meterse humanamente en nuestra historia: necesitaba madre, y nos la pidió a nosotros. Esa es la Madre a quién miramos hoy, la hija de nuestro pueblo, la servidora, la pura, la sola de Dios; la discreta que hace el espacio para que el Hijo realice el signo, la que siempre está posibilitando esta realidad pero no como dueña ni incluso como protagonista, sino como servidora; la estrella que sabe apagarse para que el Sol se manifieste. Así es la mediación de María a la que nos referimos hoy. Mediación de mujer que no reniega de su maternidad, la asume desde el principio; maternidad con doble parto, uno en Belén y otro en el Calvario; maternidad que contiene y acompaña a los amigos de su Hijo el cual es la única referencia hasta el fin de los días.
Y      así María sigue entre nosotros, “situada en el centro mismo de esa ‘enemistad’ del protoevangelio, de aquella lucha que acompaña la historia de la humanidad” (Cfr. Redempt: Mater 11). Madre que posibilita espacios para que llegue la Gracia. Esa Gracia que revoluciona y transforma nuestra existencia y nuestra identidad: el Espíritu Santo que nos hace hijos adoptivos, nos libera de toda esclavitud y, en una posesión real y mística, nos entrega el don de la libertad y clama, desde dentro de nosotros, la invocación de la nueva pertenencia: ¡Padre!
A ella hoy la veneramos como Madre y Servidora, la que precede a Cristo en el horizonte de la historia de la salvación (Cfr. Redempt. Mater, 3), la que acompaña a la Iglesia que, confortada por la presencia de Cristo, camina en el tiempo hacia la consumación de los siglos, hacia el encuentro del Señor y, en este camino, procede recorriendo de nuevo el itinerario recorrido por la Virgen María, que avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión de su Hijo hasta la cruz (cfr. id, 2). A ella le pedimos que, como buena Madre que sabe componer las cosas, haga espacios en nuestro corazón para que, en medio de la abundancia de pecado, sobreabunde la gracia del Espíritu que nos hace libres e hijos.
Reflexionando y contemplando estas realidades que nos fortalecen y consuelan, en este día en que comenzamos el mes dedicado a Ella, la Causa de nuestra alegría, permitámosnos, con audacia y familiaridad propia de hijos, piropearla tomando las palabras de la Escritura: “Que el Dios Altísimo te bendiga más que a todas las mujeres de la tierra. Nunca olvidarán los hombres la confianza que has demostrado y siempre recordarán el poder de Dios. Que Dios te exalte para siempre. Porque no vacilaste en exponer tu vida, al ver la humillación de nuestro pueblo, sino que has conjurado nuestra ruina, procediendo resueltamente delante de nuestro Dios” (Cfr. Judith 13: 18-20).
Pilar, 7 de noviembre de 2011 Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.

El espíritu de la Navidad
Por Cardenal Jorge M. Bergoglio, S.J. | Para LA NACION
En una viñeta publicada recientemente, una nena le contaba a su amiga que, para esta Navidad, les había pedido a sus padres que no le regalaran juguetes sino "espíritu navideño”, y que sus padres quedaron desconcertados, sin entender ni saber qué hacer. El mensaje me pareció muy agudo y ciertamente nos plantea la pregunta: ¿qué es el espíritu navideño?
Da la impresión de que para responder habría que emprender una carrera de obstáculos a través de muchos impedimentos, entre otros, los que nos impone el acelerado consumismo de fin de año. Pero la pregunta está ahí. A lo largo de los tiempos el arte procuró expresarlo de mil maneras y logró acercarnos bastante al significado de ese espíritu navideño. ¡Cuántos cuentos de Navidad nos ofrecen historias que nos aproximan a él! Los bellísimos relatos de Andersen, Tillich, Lenz, Boll, Dickens, Gorki, Hamsun, Hesse, Mann y tantos otros lograron abrir horizontes de significación que nos adentran por este camino de comprensión del misterio, pero, con todo, no resultan suficientes.
Y, sin embargo, es precisamente un relato, un relato histórico, el que nos abre las puertas al real significado del "espíritu navideño". Un relato simple y preciso. Dice así: "En aquella época apareció un decreto del emperador Augusto, ordenando que se realizara un censo en todo el mundo. Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria. Y cada uno iba a inscribirse a su ciudad de origen. José, que pertenecía a la familia de David, salió de Nazaret, ciudad de Galilea, y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David, para inscribirse con su esposa, que estaba embarazada. Mientras se encontraban en Belén le llegó el tiempo de ser madre; y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue" (Lc. 2:1-7).
Se trata de un relato histórico, sencillo y con marcada referencia al camino andado por el pueblo de Israel. Cuando Dios eligió a su pueblo y comenzó a caminar con él le hizo una promesa; no les vendió ilusiones sino que, en sus corazones, sembró la esperanza; esa esperanza en El, Dios que se mantiene fiel pues no puede desdecirse a sí mismo; les dio esa esperanza que no defrauda. Basados en el relato transcripto más arriba, los cristianos sostenemos que esa esperanza se ha consolidado. Se consolida y nos lanza hacia adelante, hacia el momento del reencuentro definitivo. Así se manifiesta el "espíritu navideño": promesa que genera esperanza, se consolida en Jesús y se proyecta, también en esperanza, hacia la segunda venida del Señor.
El relato citado continúa narrando la escena de los pastores, la aparición de los ángeles y el cántico que es mensaje para todos: "Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres amados por él". La esperanza consolidada no sólo apunta al futuro, sino que también se desborda en el mismo presente y se expresa en deseos de paz y fraternidad universal que, para convertirse en realidad, se han de enraizar en cada corazón nuestro.
Cada vez que leo el relato y contemplo la escena adentrándome en este espíritu de esperanza y de paz pienso en todos los hombres y las mujeres, creyentes o no creyentes, que andan el camino de la vida y senderean tantas búsquedas en esperanza o en desesperanza, y me brota el deseo de acercarme, de augurar paz, mucha paz y también de recibirla; paz de hermanos, pues todos lo somos, paz que construye. Augurar y recibir esa paz que definitivamente posibilita que, en medio de tantas neblinas y noches, podamos reconocernos y reencontrarnos como hermanos, reconocernos en nuestro rostro que nos refleja creados a imagen de Dios. ¿Será esto parte del espíritu navideño que aquella nena de la viñeta reclamaba a sus padres?
El autor es arzobispo de Buenos Aires
© La Nacion
Viernes 23 de diciembre de 2011

Desgrabación de la homilía del Sr. Arzobispo en la Misa de Nochebuena
En el anuncio del ángel le da a los pastores la contraseña para encontrar a este chico: “esto le servirá de señal, encontrarán a un niño, recién nacido, envuelto en pañales y recostado en un pesebre.” La sencillez, lo simple, lo evidente por sí mismo, ésa es la señal, y todo el relato de este pasaje del Evangelio tiene este ritmo de serenidad, de sencillez, de pacificación, este ritmo de mansedumbre; qué cosa con más mansedumbre que un chico recién nacido y recostado allí, en esa cuna, estaba muy cómodo, con buen pastito, era un buen colchón, ahí estaba, con serenidad y mansedumbre y llamando a esa actitud.
Es lo que vale y todos aquellos que son convocados, son convocados a esto: a participar de la paz que se entona en el cántico evangélico, a participar de la unidad y a participar de la mansedumbre, porque este chico después cuando se hizo hombre y predicaba le dirá a la gente: “Aprendan de mí que soy manso y
humilde de corazón”. Un mensaje que después de veinte siglos sigue teniendo vigencia ante la petulancia, la prepotencia, la suficiencia, la agresión, el insulto, la crispación, la guerra, la desinformación que desorienta, la difamación y la calumnia. La mansedumbre y la unidad... es todo una coherencia que nace desde aquí, desde este primer signo. “Esto les servirá de señal”, esa es la contraseña que se nos viene a enseñar.
Otra cosa que llama la atención es que los que son convocados son aquellos que están en cierta marginalidad de la existencia. Los pastores que eran una barra difícil de aquella época, casi se podría decir una mafia, y todo el mundo les tenía miedo, no dejaban las cosas a mano de ellos porque tenían mala fama; no son los pastorcitos de película con la ovejita, estos se las traían, y ellos son invitados a la mansedumbre, son invitados a la unidad.
También unos intelectuales de Oriente, honestos y coherentes, son invitados y caminan desde lejos, desde muy lejos hasta llegar. Este niño, un poco más adelante, cuando predique, va a decir: “Vengan a mí todos los que están agobiados y afligidos, Yo los voy a aliviar”.
Desde el principio de su predicación va a invitar a aquellos que se sienten marginados. Pero la gran trampa que nos hará la propia suficiencia será llevarnos a creer que somos algo por nosotros mismos, la trampa de no sentir la propia marginalidad. Si no nos sentimos marginados desde nosotros mismos no somos invitados.
Este chico, después cuando sea grande, va a contar un cuento que dice que aquellos que se la creyeron y se dieron el lujo de rechazar la invitación a las bodas fueron después ignorados y la fiesta fue colmada por hombres y mujeres buscados y encontrados en los cruces de los caminos.
Éste es el signo, ésta es la contraseña, ésta es la señal: un chico recién nacido acostado en un pesebre que convoca a todo aquel que está marginado. Y nadie puede decir que no está marginado. Abrí tu corazón, mirá adentro y preguntate: ¿en qué estoy marginado yo, en qué me automarginé del amor, de la concordia, de la colaboración mutua, de la solidaridad, de sentirme un ser social?
Él nos convoca a la mansedumbre, a la paz, a la solidaridad, a la armonía; por eso a esta noche se la llama la noche de la armonía, la noche de la paz, la noche del amor.

Junto al pesebre, hacé dos cosas: primero, sentite invitado a la belleza de la humildad, de la mansedumbre, de la sencillez; segundo, buscá en tu corazón en que punto estás en out side, en qué estás marginado y dejá que Jesús te convoque desde esa carencia tuya, desde ese límite tuyo, desde ese egoísmo tuyo. Dejate acariciar por Dios, y vas a entender más lo que es la sencillez, la mansedumbre y la unidad.